7.1.10

Cómo no hacer trabajo de campo

Los días malos están ahí. Existen. Se pasan.
Ayer fue uno de esos días malos. Un día que empieza con una mala noticia, sigue con una crisis de identidad (o, quizá, con la expresión de una crisis de identidad que estaba latente), explota en una conversación telefónica que debería ser constructiva.
Blue, entonces, irrumpe y gana otros cincomil puntos como compañera de piso perfecta. Convierte la contradicción en convivencia. Sí, una puede ser publicista y lectora compulsiva de Beigbeder y, aun así, que le duelan las cosas. Convierte la crisis de autoestima en un discurso alternativo de qué es lo que vale. Considera que hacer preguntas es decir cosas. Y cuando Blue se va a trabajar, yo soy un mar de dudas pero al menos no un océano.
Tengo un rato de teléfono compulsivo. Porque, al menos, hemos aprendido que no encerrarse ayuda mucho. Oigo viejas historias del Chico del Entusiasmo que me encanta ir conociendo poco a poco. Hablo con la Chica Rubia de tener trabajo de campo en vez de vida. Hablo con el Chico Carrá-Collage del ejercicio como higiene mental. Intento hablar con varias personas más pero los teléfonos apagados y el hecho de que esté a punto de llegar tarde me lo impiden.
Y me planto en el dos de mayo. Y puede que no sepa qué hago aquí, pero no importa. Porque nada más llegar a la plaza, la gente que no está concentrada también está hablando de política; y me doy cuenta de que, efectivamente, va a ser un gran trabajo para Espacio Público, porque puede que estas cosas generen debates morales-legales, pero también crean espacios de debate. Incluso cuando se quedan sin espacio. Y eso es precioso y necesario. Y por eso estoy aquí. Qué más da si se usan o no se usan.
La gente del Patio Maravillas lee el fantástico (por jugoso, al menos) comunicado que yo ya traigo estudiado de casa. Echan a andar, y me encuentro al Chico Trotskista que me ha agregado a facebook hace unas horas. Pienso en mi tesis, o lo que quiero que sea mi tesis. La virtualidad-realidad de las relaciones. Resulta que el Chico Extraordinario no está en su casa, sino aquí. Me engancho al grupo como un pequeño vampiro emocional, pero en plan militancia.
La verdad es que la concentración ha sido tan bonita, tan comunitaria, tan curiosa, que deja de resultar raro que la gente a la que casi no conoces te termine contando todo tipo de intimidades. Dos horas y algo de charla interrumpida por encuentros permanentes. Es bonito, también, que todos se conozcan. Es un poco triste que las cosas sean tan endogámicas que siempre las hagan los mismos, pero bueno. Estamos intentando pensar en cosas que no son tristes.
Como el patio sigue vivo, nos vamos a tomar cañas. Hasta aquí nuestro papel.
Una mesa en un bar con un camarero que no era tan amenazador como parecía y una especie de turbina como calefacción. Se está bien. Ese es el problema principal, supongo. Que, al final, con estos chicos siempre se está bien.
Vamos a una inauguración en nombre de otra persona. Nos encasquetan pegatinas con números y amenazan con una especie de buzón de San Valentín. No sé si es rebelión, pero pierdo mi pegatina una docena de veces. Se me ocurre comentar (por algún motivo, parece que la tarde incita a las confesiones íntimas) mi teoría de las tres preguntas. Mi cambio de "cómo se deletrea Feuerbach" a "dime tres títulos de Foucault". Estoy hablando con una japonesa preciosa, también en nombre de otra persona, cuando una voz me dice: "Vigilar y castigar, El orden del discurso, Las palabras y las cosas".
Y yo, al fin y al cabo, defiendo que si uno pone reglas es para jugar a algo.
El problema no es tanto lo de contra-con quién juegas, como conocer a los jugadores. Y si los jugadores tienen amistades peligrosas, estar atento. Como "quién es tu mejor amiga" no está entre mis tres preguntas, me entero a destiempo de lo inoportuno que está siendo todo esto.
Y es como una gota que colma el vaso, como si volviese a ser por la mañana. Uno de esos momentos en los que todo duele de una forma tremenda e incomprensible. Vomito. Lloro. El Chico Extraordinario, eso sí, da unos abrazos tan extraordinarios como su apodo.
Y puede que no sea normal hacer confidencias a extraños, ni vivir abrazos llorosos con gente a la que no hace tanto que conoces. Pero, desde luego, si estás llorando una noche de reyes, es fantástico que alguien te dé un abrazo así. Así que puede que fueran inoportunas mis palabras. Pero eran reales. Y voy a mantenerlas todo el tiempo que haga falta.
Afortunadamente, una va buscando cosas raras y bonitas que den miedo y den risa, ya lo decíamos. Y está encontrando excepcionales compañeros de viaje. Que son capaces de hacer que todo parezca fácil.
Lo que no es tan fácil, ahora, es abstraer, de todo lo de ayer, sólo lo académicamente útil. Me da la sensación de que es lo de menos. Seguramente lo sea.

2 comentarios:

Ana González dijo...

Espero que hoy sea uno de los días buenos. Yo, de momento, estoy deseando saber quién es el chico Extraordinario :P

La abajo firmante dijo...

No es lo que parece... Hay muchos motivos para llamarle extraordinario ;)
Mañana, contextualizaciones.
Sí, hoy debería ser un gran día, aunque empiece tan tarde.

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