3.1.12

Regresiones

He tenido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos. 
A. Pizarnik  

Hace tiempo que vengo diciendo que me he trasladado a mi propia adolescencia. Disfrutar de montar en bici, de jugar a videojuegos... Lo cual es, en realidad, bastante más infantil que adolescente, en mi caso al menos. Sí es adolescente la confusión, la cerveza, el trasnochar; o debería serlo, tal y como yo quiero recordar mi adolescencia. Porque supongo que en el fondo tampoco se parece tanto a esto que pasa ahora, a destiempo y sin edad.

Lo que sin duda es tremendamente adolescente es la forma en la que ha cambiado la relación con mi cuerpo. Mirarme al espejo es una experiencia cada día, como durante esos años en los que tanteas por las mañanas, en espera de descubrir qué parte de tu cara habrá crecido desproporcionadamente durante la noche.

Recuerdo ahora una foto, en realidad más infantil que adolescente, que mi madre adoraba y en la que yo no podía reconocerme. Miraba esa nariz y esa barbilla y me preguntaba de quién serían y qué pintaban debajo de mis ojos (afortunadamente, estos sí, reconocibles). Recuerdo algún libro, o revista, o cualquier otro soporte de consejos baratos, donde hablaban de cómo vestirte, de ese punto medio entre la niña que querías no ser y la mujer que desde luego aún no eras. Esos tropiezos con tus propias extremidades, con los objetos de tu casa que dos días antes eran transparentes de tanto haberlos visto, y que ahora estaban sistemáticamente en medio. Los cardenales.

Recuerdo pasar horas mirando mis manos y preguntándome qué aspecto tendrían si las mirase por primera vez.

Recuerdo haber deseado, muchas veces, ser una de esas cabezas flotantes en tarros de vidrio, recuerdo haber querido no tener extremidades inferiores.

Recuerdo sorprenderme al andar por un camino hecho con rutinaria precisión durante años, preguntándome de dónde sacaba la capacidad de caminar sin pensar. Y recuerdo, claro, tropezarme inmediatamente. Recuerdo cómo me desaparecían las rodillas cuando pasaba frente a un grupo de gente de mi edad, me mirasen o no (tampoco miraba para descubrirlo).

Y quince años después, lo recuerdo con nitidez porque me siento casi igual que entonces. Me miro al espejo y descubro en mi cara la de mis tías, y me asusto inmensamente hasta que vuelvo a verlas y compruebo que la distancia es la misma que hubo siempre. Y entonces me vuelvo a asustar, porque mantener la distancia no quiere decir, por supuesto, que estés en el mismo lugar; y los puntos de referencia se mantienen de una forma brutalmente irónica, y de pronto estás donde estaban ellas cuando tú empezaste a tener un recorrido que hacer; y eso da un miedo atroz.

Miro mi armario y me pregunto quién lo ha llenado. Me visto igual de despreocupadamente que siempre, pero antes o después alguien señala mi profunda anacronía y me obliga a retroceder y a reconocer que llevo el jersey con el que quería parecer mayor cuando era mucho más pequeña y que ahora, aunque yo no entienda cómo ha sido, me hace, evidentemente, pequeña.

Todos estos cambios de tamaño (mentales, metafóricos) se suman a otros tantos cambios de tamaño (reales, pequeños, significativos a pesar de todo). Recuerdo a mi compañero de detrás en los años de la ESO, cuando jugaba a adivinar qué aspecto tendría yo con veinte años, y yo me ofendía sin saber que tenía razón, que tenía incluso más razón de la que él pensaba, y que con veintisiete me parecería más a lo que el veía cuando teníamos quince de lo incluso él podía suponer.

Es como si después de tantos años de reírnos de Chabeli Iglesias resultase que tenía razón y tuviésemos que dedicar, no uno, sino varios discos enteros, a aquello de "de niña a mujer".

De pronto, decisiones frívolas y ridículas como maquillarte o no, o comprar unos zapatos, se convierten en un problema porque significan asumir una determinada edad. Mirarte al espejo y mirar a todas aquellas niñas y decir: "Ya estamos aquí. Y ahora qué".

A veces siento que mi yo-pequeño estaría muy orgulloso de mi yo-mayor. De las clases de teatro, de la batería, del pisito, de Vespa, de los baños con espuma, de la agenda repleta, de las salidas culturales, de los ataques zen en las cenas familiares, de mi trabajo de vaqueros y deportivas (aunque, reconozcámoslo, habría estado más orgullosa si en la evaluación hubiera elegido la pastilla azul), de las sonrisas, de los paseos por el Retiro, del submundo virtual. Que suena bien y apetecible y que tendría muchas ganas de tener veintisiete y hacer todo eso.

Otras veces pienso que tendría que reñir a mi yo-pequeño por no haber hecho todo eso, por esperar a cerrar puertas y abrir ventanas y tapar hoyos y coser heridas, por no habérselo currado lo suficiente para que no tuviéramos que andar, las dos, mirando a mi yo-más-mayor-aún y preguntándonos si lo de hacer coletas y responder por qués y preparar purés y besar rodillas raspadas era en broma, o qué.

Y me apetecería mucho poder mirar por un agujerito y preguntarle un par de cosas a mi yo-de-los-cuarenta. Entre otras, si realmente cumplió la promesa de seguir cumpliendo 27 años para que este fuera el momento mágico en el que daría tiempo a hacerlo todo.