22.8.12

Son solo palabras

Sentir que algo se te ha muerto dentro. Qué clásico, qué añejo en tantos sentidos.

Sentir de pronto una sensación al tiempo familiar y olvidada, ese puzzle deconstruido con las piezas que no encajan y la parte impresa despegada en las esquinas.

Ese agujero negro, aunque, eso sí, controlable. Una no se pega cuatro años de terapia para nada, eso lo tengo claro.

He cambiado. Ahora cuando tengo mucho, mucho, mucho miedo, me armo de valor, echo un CV a Google y me preparo para otra negativa, que cada vez duelen menos. Es lo que tenemos los niños malcriados, que en el fondo no estamos rotos del todo, que podemos ser educados, aunque sea tarde y con parches. Que es un no, pues es un no. Nunca duelen tanto como el primero.

Se me pasan por la cabeza cosas que daba por desaparecidas, superadas, enterradas y olvidadas. La reacción de mi madre tras la ruptura con el Chico Cósmico, por ejemplo. Las lágrimas que he causado, más que las que me han causado a mí. Oh, welcome back, guilt. Honestamente, no creo que nunca eche en falta sentirme culpable. De todos los sentimientos negativos, es del que prescindiría sin dudar. Que vengan los duelos, los celos, la ira y la tristeza. "Crisis como esta, dame cuatro cada día". Pero que alguien venga y borre la culpa para siempre. Mierda de judeocristianismo. O whatever.

He cambiado, he mejorado y he crecido, pero, a veces pasa, y vuelvo a encontrarme con la losa en el pecho a las tres de la mañana, los hipidos y esa sensación de duermevela causada no tanto por el insomnio como por el miedo indefinido hacia la vigilia. Estar despierto, tener vida, esas cosas. Que cansan.

Pienso, de forma completamente irracional, que si pudiera elegir entre ser increíblemente rica o no estar nunca demasiado cansada, elegiría lo segundo. Luego pienso hasta qué punto lo segundo vendría con lo primero. Y luego cualquier amago de racionalización de esos hilvanes de pensamiento se va al traste, porque finalmente lo reconozco: welcome back to 2009. Afortunadamente no es 2007, pero sigue siendo lo suficientemente claro, evidente, reconocible y datable como para despertar mi instinto de huida.

Es oficial: odio mi trabajo. Odio mi trabajo hasta el punto de que mi vida empieza a resultarme profundamente odiosa por contenerlo. Odio mi trabajo y además sé que incluso dejarlo no sería suficiente, porque ya es tarde.

Ha sido, oficialmente, un verano de mierda y estoy hecha puzzle. Ya me lo sé, así que necesito armarme; y para armarme, necesito dos cosas: una foto final y tiempo para mí. Incluso una tercera: tirar todas las piezas de los puzzles viejos mezcladas con este.

Llega un punto en el que vuelves a ver Anatomía de Grey después de años y solo puedes pensar que no hay amistad en el mundo tan hermosa como la de Meredith y Cristina, y que Cristina tiene mucha razón cuando se pregunta quién es si no puede estar en un quirófano.

Tenemos una manía espantosa de creer que nuestro trabajo es lo que nos define, y eso pesa. Pesa tanto que lo extrapolamos incluso a lo que hacemos fuera. Y si bien nunca me he presentado así, siempre me he creido escritora. Y no saben lo que duele no ser capaz de escribir. Mirar el documento en blanco y pensar que no vas a ser capaz, aunque te dieran otros dos meses. Tener miedo a cada encargo. Pienso que son solo palabras, pero no lo son. Es exponerse. Es exponerse en el momento en el que más frágil me siento, en el momento en el que mi autoestima está tan baja que por mucho que me agache no llego a alcanzarla.

Y creo que no voy a poder mientras pienso que la única solución es que pueda.