1.12.12

Las vueltas de la espiral

Una reflexión, una sugerencia, tres conversaciones, y de pronto es 2005. Solo que en este 2005 no soy yo, sino que soy la Chica del Fondo de Armario. Y mi hermana hace de mí. Y esto, de pronto, no es mi primer trabajo, sino el suyo. Pero al mismo tiempo, es para mí una casilla de salida. Espirales: estoy en el mismo punto, exactamente el mismo punto, solo que una vuelta más tarde (o dos, o tres. Probablemente no miraba mientras giraba).

"Es normal estar aterrorizado. Es tu primer trabajo. Todo el mundo está aterrorizado antes de su primer trabajo", decimos sin parar. Pero ahora parece que no es normal que yo esté aterrorizada. Y sin embargo, lo estoy.

Ayer hablaba con el Chico que Supo Sacarme del Barrio (nombre provisional) y relativizaba. Se le da bastante bien relativizar. Algo que es exasperante y útil al mismo tiempo. Y no, no tengo que ser la Chica del Fondo de Armario. Pero de pronto siento como si me hubiera convertido en ella y en la Chica de los Niños Mágicos al mismo tiempo. Como hace casi un año, mi armario vuelve a ser una herramienta reveladora. Sí, soy ellas. Sí, tengo más ropa de ir a reuniones que ropa de ir a trabajar a que no me vea nadie. Sí, mi ropa de ir a reuniones es personal e intransferible y nunca podría ser la Chica de los Mil Trajes de Chaqueta, porque esa no soy yo, pero, en el fondo, era parte de lo que admiraba en ellas. Llámenme superficial. Yo lo llamo simbolista.

Pienso en cómo aquella chica que entró en una oficina tras una pataleta propia de los 21 años y la autoimagen bohemia (cualquier trabajo, salvo uno de 9 a 5 sentada en un cubículo sin carácter) para escapar de su trabajo voluntariamente precario que no le había permitido librar más que 48 horas en mes y medio se convirtió en una profesional del marketing, y pienso en ellas, y pienso que sin ellas nunca habría sido posible.

No quiero que mi hermana sea una profesional del marketing. No puedo ser su mentora. Pero sí querría ayudarla a encontrar su propio camino como ellas hicieron por mí. Sí querría ayudarla a salir del cascarón, a sentirse valiosa, a encontrarse consigo misma, a descubrir lo que no quiere bajo ningún concepto. A prepararla para el mundo ahí fuera. Solo que nadie me ha entrenado para ser entrenadora. Solo que este reto tiene lugar al mismo tiempo que otra serie de retos. Solo que si no consigo sacar lo mejor de ella, la primera que no estará a la altura seré yo.

Me encantaría poder hablar con la Chica del Fondo de Armario y preguntarle si estuvo aterrorizada. Desprendía tanto aplomo que cuesta mucho trabajo creerlo. Claro, que a mí misma, Doña Miedos, me decían que envidiaban mi aplastante seguridad hace unas semanas.

Nada es lo que parece.

El Jefe que No Pegaba Consigo Mismo decía: "contrata a la persona; las técnicas, el conocimiento, se enseñan". Eso es exactamente lo que he hecho. Nadie me ha entrenado para ser entrenadora, pero sí tengo muy claro qué clase de entrenadora quiero ser.

Ahora solo queda cruzar los dedos, saltar del avión, y confiar en que el paracaídas va a abrirse y el viaje será maravilloso. Porque pensar cualquier otra cosa no va a funcionar.

22.8.12

Son solo palabras

Sentir que algo se te ha muerto dentro. Qué clásico, qué añejo en tantos sentidos.

Sentir de pronto una sensación al tiempo familiar y olvidada, ese puzzle deconstruido con las piezas que no encajan y la parte impresa despegada en las esquinas.

Ese agujero negro, aunque, eso sí, controlable. Una no se pega cuatro años de terapia para nada, eso lo tengo claro.

He cambiado. Ahora cuando tengo mucho, mucho, mucho miedo, me armo de valor, echo un CV a Google y me preparo para otra negativa, que cada vez duelen menos. Es lo que tenemos los niños malcriados, que en el fondo no estamos rotos del todo, que podemos ser educados, aunque sea tarde y con parches. Que es un no, pues es un no. Nunca duelen tanto como el primero.

Se me pasan por la cabeza cosas que daba por desaparecidas, superadas, enterradas y olvidadas. La reacción de mi madre tras la ruptura con el Chico Cósmico, por ejemplo. Las lágrimas que he causado, más que las que me han causado a mí. Oh, welcome back, guilt. Honestamente, no creo que nunca eche en falta sentirme culpable. De todos los sentimientos negativos, es del que prescindiría sin dudar. Que vengan los duelos, los celos, la ira y la tristeza. "Crisis como esta, dame cuatro cada día". Pero que alguien venga y borre la culpa para siempre. Mierda de judeocristianismo. O whatever.

He cambiado, he mejorado y he crecido, pero, a veces pasa, y vuelvo a encontrarme con la losa en el pecho a las tres de la mañana, los hipidos y esa sensación de duermevela causada no tanto por el insomnio como por el miedo indefinido hacia la vigilia. Estar despierto, tener vida, esas cosas. Que cansan.

Pienso, de forma completamente irracional, que si pudiera elegir entre ser increíblemente rica o no estar nunca demasiado cansada, elegiría lo segundo. Luego pienso hasta qué punto lo segundo vendría con lo primero. Y luego cualquier amago de racionalización de esos hilvanes de pensamiento se va al traste, porque finalmente lo reconozco: welcome back to 2009. Afortunadamente no es 2007, pero sigue siendo lo suficientemente claro, evidente, reconocible y datable como para despertar mi instinto de huida.

Es oficial: odio mi trabajo. Odio mi trabajo hasta el punto de que mi vida empieza a resultarme profundamente odiosa por contenerlo. Odio mi trabajo y además sé que incluso dejarlo no sería suficiente, porque ya es tarde.

Ha sido, oficialmente, un verano de mierda y estoy hecha puzzle. Ya me lo sé, así que necesito armarme; y para armarme, necesito dos cosas: una foto final y tiempo para mí. Incluso una tercera: tirar todas las piezas de los puzzles viejos mezcladas con este.

Llega un punto en el que vuelves a ver Anatomía de Grey después de años y solo puedes pensar que no hay amistad en el mundo tan hermosa como la de Meredith y Cristina, y que Cristina tiene mucha razón cuando se pregunta quién es si no puede estar en un quirófano.

Tenemos una manía espantosa de creer que nuestro trabajo es lo que nos define, y eso pesa. Pesa tanto que lo extrapolamos incluso a lo que hacemos fuera. Y si bien nunca me he presentado así, siempre me he creido escritora. Y no saben lo que duele no ser capaz de escribir. Mirar el documento en blanco y pensar que no vas a ser capaz, aunque te dieran otros dos meses. Tener miedo a cada encargo. Pienso que son solo palabras, pero no lo son. Es exponerse. Es exponerse en el momento en el que más frágil me siento, en el momento en el que mi autoestima está tan baja que por mucho que me agache no llego a alcanzarla.

Y creo que no voy a poder mientras pienso que la única solución es que pueda.

3.1.12

Regresiones

He tenido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos. 
A. Pizarnik  

Hace tiempo que vengo diciendo que me he trasladado a mi propia adolescencia. Disfrutar de montar en bici, de jugar a videojuegos... Lo cual es, en realidad, bastante más infantil que adolescente, en mi caso al menos. Sí es adolescente la confusión, la cerveza, el trasnochar; o debería serlo, tal y como yo quiero recordar mi adolescencia. Porque supongo que en el fondo tampoco se parece tanto a esto que pasa ahora, a destiempo y sin edad.

Lo que sin duda es tremendamente adolescente es la forma en la que ha cambiado la relación con mi cuerpo. Mirarme al espejo es una experiencia cada día, como durante esos años en los que tanteas por las mañanas, en espera de descubrir qué parte de tu cara habrá crecido desproporcionadamente durante la noche.

Recuerdo ahora una foto, en realidad más infantil que adolescente, que mi madre adoraba y en la que yo no podía reconocerme. Miraba esa nariz y esa barbilla y me preguntaba de quién serían y qué pintaban debajo de mis ojos (afortunadamente, estos sí, reconocibles). Recuerdo algún libro, o revista, o cualquier otro soporte de consejos baratos, donde hablaban de cómo vestirte, de ese punto medio entre la niña que querías no ser y la mujer que desde luego aún no eras. Esos tropiezos con tus propias extremidades, con los objetos de tu casa que dos días antes eran transparentes de tanto haberlos visto, y que ahora estaban sistemáticamente en medio. Los cardenales.

Recuerdo pasar horas mirando mis manos y preguntándome qué aspecto tendrían si las mirase por primera vez.

Recuerdo haber deseado, muchas veces, ser una de esas cabezas flotantes en tarros de vidrio, recuerdo haber querido no tener extremidades inferiores.

Recuerdo sorprenderme al andar por un camino hecho con rutinaria precisión durante años, preguntándome de dónde sacaba la capacidad de caminar sin pensar. Y recuerdo, claro, tropezarme inmediatamente. Recuerdo cómo me desaparecían las rodillas cuando pasaba frente a un grupo de gente de mi edad, me mirasen o no (tampoco miraba para descubrirlo).

Y quince años después, lo recuerdo con nitidez porque me siento casi igual que entonces. Me miro al espejo y descubro en mi cara la de mis tías, y me asusto inmensamente hasta que vuelvo a verlas y compruebo que la distancia es la misma que hubo siempre. Y entonces me vuelvo a asustar, porque mantener la distancia no quiere decir, por supuesto, que estés en el mismo lugar; y los puntos de referencia se mantienen de una forma brutalmente irónica, y de pronto estás donde estaban ellas cuando tú empezaste a tener un recorrido que hacer; y eso da un miedo atroz.

Miro mi armario y me pregunto quién lo ha llenado. Me visto igual de despreocupadamente que siempre, pero antes o después alguien señala mi profunda anacronía y me obliga a retroceder y a reconocer que llevo el jersey con el que quería parecer mayor cuando era mucho más pequeña y que ahora, aunque yo no entienda cómo ha sido, me hace, evidentemente, pequeña.

Todos estos cambios de tamaño (mentales, metafóricos) se suman a otros tantos cambios de tamaño (reales, pequeños, significativos a pesar de todo). Recuerdo a mi compañero de detrás en los años de la ESO, cuando jugaba a adivinar qué aspecto tendría yo con veinte años, y yo me ofendía sin saber que tenía razón, que tenía incluso más razón de la que él pensaba, y que con veintisiete me parecería más a lo que el veía cuando teníamos quince de lo incluso él podía suponer.

Es como si después de tantos años de reírnos de Chabeli Iglesias resultase que tenía razón y tuviésemos que dedicar, no uno, sino varios discos enteros, a aquello de "de niña a mujer".

De pronto, decisiones frívolas y ridículas como maquillarte o no, o comprar unos zapatos, se convierten en un problema porque significan asumir una determinada edad. Mirarte al espejo y mirar a todas aquellas niñas y decir: "Ya estamos aquí. Y ahora qué".

A veces siento que mi yo-pequeño estaría muy orgulloso de mi yo-mayor. De las clases de teatro, de la batería, del pisito, de Vespa, de los baños con espuma, de la agenda repleta, de las salidas culturales, de los ataques zen en las cenas familiares, de mi trabajo de vaqueros y deportivas (aunque, reconozcámoslo, habría estado más orgullosa si en la evaluación hubiera elegido la pastilla azul), de las sonrisas, de los paseos por el Retiro, del submundo virtual. Que suena bien y apetecible y que tendría muchas ganas de tener veintisiete y hacer todo eso.

Otras veces pienso que tendría que reñir a mi yo-pequeño por no haber hecho todo eso, por esperar a cerrar puertas y abrir ventanas y tapar hoyos y coser heridas, por no habérselo currado lo suficiente para que no tuviéramos que andar, las dos, mirando a mi yo-más-mayor-aún y preguntándonos si lo de hacer coletas y responder por qués y preparar purés y besar rodillas raspadas era en broma, o qué.

Y me apetecería mucho poder mirar por un agujerito y preguntarle un par de cosas a mi yo-de-los-cuarenta. Entre otras, si realmente cumplió la promesa de seguir cumpliendo 27 años para que este fuera el momento mágico en el que daría tiempo a hacerlo todo.