Mostrando entradas con la etiqueta psicología barata. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta psicología barata. Mostrar todas las entradas

7.7.25

 - Me siento a gusto, a salvo, no sé. Con otra gente no me pasa.

- Una psicóloga de Instagram te diría que el cuerpo reconoce las señales de alerta antes de que seas consciente de ellas y que escuches a tu instinto. Pero yo no soy una psicóloga de Instagram.

29.6.25

Autodestrucción

Yo ayer sentía que tenía que escribir algo pero no lo hice.

Es una habilidad que no me vendría mal practicar más a menudo, aunque ahora esté molesta porque ya no lo recuerdo.

También supe que no tenía que escribir algo, pero lo hice, porque "mamá, cuando alguien quiere algo mucho debe pelear por ello y Spider-Man no se rinde nunca". 

Ahora toca recolocar este corazón lleno de escombros ("jamás me vuelvas a llamar") y yo también sé por dónde está la salida (una de las salidas. La otra, la buena, la que iba por el lado del sol y se veían gamos a lo lejos y se te cruzaban mariposas por los ojos era la que teníamos que tomar juntos, pedazo de ingrato) pero algo dentro de mí está muy empeñado en no cogerla. 

Estoy aprendiendo a reconocer mi modus operandi: el instintivo, no el aprendido. Y sé que hay una cantidad muy grande de confusión en el hormigón que me mantiene ahogándome aquí. Sé (me obligaron a pensarlo, lo tuve que escribir; lo tengo reciente como las rozaduras de las sandalias el primer día de verano) la cantidad de gente que he perdido en mi vida sin entender qué estaba pasando.

Entonces no importaba tanto, porque eran "all the friends I do not like as much as you". 

Pero madre mía lo que me has gustado tú. 

Empiezo el último repaso a sabiendas de que va a llevarme semanas, así que lo extraigo todo: lo que necesitaré para la Paradora de Montañas Rusas del Niño Cascabeles; lo que hubiera ayudado con tu propia Paradora de Montañas Rusas, por si algún día cambias de opinión y vuelves; lo de mis patrones y mis puntos ciegos y mis agujeros negros, con la esperanza de no tener que pedirle a nadie que me pare la montaña rusa nunca más; y, en pleno bucle de incoherencia, todas las razones por las que no eras tú y todos los momentos en que pensé que lo eras.

No, no es incoherencia. Es ambivalencia. Esa es la diferencia.

Me muevo bien en la ambivalencia; mi trabajo me ha costado, pero la maternidad me enseñó a mimetizarme con ese gris que no es tal cosa sino un conjunto de manchas blancas y negras, como  habrían podido hacer Cactus y Vespa en un bosque destrozado por la revolución industrial.

Pero las incoherencias me parecen una tarea que se me encomienda expresamente, un nudo que debo desenredar. "Ordena esto y haz que entre luz". Es una cosa que lamentablemente se me da bien, y eso me ha llevado a pensar que es algo que siempre puedo hacer.

No me manejo bien en la impotencia; aunque eso no es exclusivo, creo que sí genera un nivel de sufrimiento diferente cuando tu esquema habitual es la autosuficiencia (ese mito al que algunas tenemos que agarrarnos porque la realidad fuera de la caverna es aún peor).

Estoy aquí hecha un ovillo, pensando "solo hacía falta pulsar este botón". 

Si no es capaz de enfrentarse a sus propias emociones, ¿qué te hizo pensar que iba a tener en cuenta las tuyas?

Vivir de poesía barata, falsa profundidad y psicología pop sugerida por el algoritmo de Instagram y repetirme continuamente eso de "creo que la vida contigo puede ser algo menos mundana".

Y seguir llenando la lista de cosas que ya no haremos.

Oh, mierda, eso era. Ese era el post.

4.9.13

Meta

Me pongo en plan tozudo con el Parador de Montañas Rusas, porque para eso no he empezado la carrera, aún, y así como quería escribir la CasiSociología, ahora quiero escribir la AntiPsicología, y él me asegura que las cosas son de una forma y y las siento de otra, y ahora resulta que este blog me disocia mientras yo pienso que me centra.

Y yo me pregunto si es posible que quieres hemos escrito más con teclado que con bolígrafo vivamos la experiencia inversa. Porque yo siento más mío lo que escribo en unos y ceros que lo que escribo en tinta y papel. Más real.

Luego sigo releyendo tiempos inconexos y pienso que igual tiene razón. Pero soy tan tozuda que igual da igual que la tenga.

Porque, disociada o no, nunca he escrito mejor que en 2004. Me releo y me odio un poco, en general, como personaje, pero me admiro bastante, en general, como narradora. Juego con las palabras como si fueran piezas de lego hechas de plastilina. Monto, desmonto, retuerzo.

Hoy la Chica Úbeda me dice que se siente mal por no saber o recordar que existe este espacio, y yo pienso que tanto mejor. Que me gusta que en este rincón solo entren bots. Si ustedes quieren verme, señores, se pasan por mi casa, y tomamos algo en la terraza, y sonreímos.

Pero yo aquí estoy bien. Estoy MUY bien. Y de aquí salto por el balcón a la novela. Y eso es fantástico, digan mis nuevos manuales lo que digan.

3.1.12

Regresiones

He tenido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos. 
A. Pizarnik  

Hace tiempo que vengo diciendo que me he trasladado a mi propia adolescencia. Disfrutar de montar en bici, de jugar a videojuegos... Lo cual es, en realidad, bastante más infantil que adolescente, en mi caso al menos. Sí es adolescente la confusión, la cerveza, el trasnochar; o debería serlo, tal y como yo quiero recordar mi adolescencia. Porque supongo que en el fondo tampoco se parece tanto a esto que pasa ahora, a destiempo y sin edad.

Lo que sin duda es tremendamente adolescente es la forma en la que ha cambiado la relación con mi cuerpo. Mirarme al espejo es una experiencia cada día, como durante esos años en los que tanteas por las mañanas, en espera de descubrir qué parte de tu cara habrá crecido desproporcionadamente durante la noche.

Recuerdo ahora una foto, en realidad más infantil que adolescente, que mi madre adoraba y en la que yo no podía reconocerme. Miraba esa nariz y esa barbilla y me preguntaba de quién serían y qué pintaban debajo de mis ojos (afortunadamente, estos sí, reconocibles). Recuerdo algún libro, o revista, o cualquier otro soporte de consejos baratos, donde hablaban de cómo vestirte, de ese punto medio entre la niña que querías no ser y la mujer que desde luego aún no eras. Esos tropiezos con tus propias extremidades, con los objetos de tu casa que dos días antes eran transparentes de tanto haberlos visto, y que ahora estaban sistemáticamente en medio. Los cardenales.

Recuerdo pasar horas mirando mis manos y preguntándome qué aspecto tendrían si las mirase por primera vez.

Recuerdo haber deseado, muchas veces, ser una de esas cabezas flotantes en tarros de vidrio, recuerdo haber querido no tener extremidades inferiores.

Recuerdo sorprenderme al andar por un camino hecho con rutinaria precisión durante años, preguntándome de dónde sacaba la capacidad de caminar sin pensar. Y recuerdo, claro, tropezarme inmediatamente. Recuerdo cómo me desaparecían las rodillas cuando pasaba frente a un grupo de gente de mi edad, me mirasen o no (tampoco miraba para descubrirlo).

Y quince años después, lo recuerdo con nitidez porque me siento casi igual que entonces. Me miro al espejo y descubro en mi cara la de mis tías, y me asusto inmensamente hasta que vuelvo a verlas y compruebo que la distancia es la misma que hubo siempre. Y entonces me vuelvo a asustar, porque mantener la distancia no quiere decir, por supuesto, que estés en el mismo lugar; y los puntos de referencia se mantienen de una forma brutalmente irónica, y de pronto estás donde estaban ellas cuando tú empezaste a tener un recorrido que hacer; y eso da un miedo atroz.

Miro mi armario y me pregunto quién lo ha llenado. Me visto igual de despreocupadamente que siempre, pero antes o después alguien señala mi profunda anacronía y me obliga a retroceder y a reconocer que llevo el jersey con el que quería parecer mayor cuando era mucho más pequeña y que ahora, aunque yo no entienda cómo ha sido, me hace, evidentemente, pequeña.

Todos estos cambios de tamaño (mentales, metafóricos) se suman a otros tantos cambios de tamaño (reales, pequeños, significativos a pesar de todo). Recuerdo a mi compañero de detrás en los años de la ESO, cuando jugaba a adivinar qué aspecto tendría yo con veinte años, y yo me ofendía sin saber que tenía razón, que tenía incluso más razón de la que él pensaba, y que con veintisiete me parecería más a lo que el veía cuando teníamos quince de lo incluso él podía suponer.

Es como si después de tantos años de reírnos de Chabeli Iglesias resultase que tenía razón y tuviésemos que dedicar, no uno, sino varios discos enteros, a aquello de "de niña a mujer".

De pronto, decisiones frívolas y ridículas como maquillarte o no, o comprar unos zapatos, se convierten en un problema porque significan asumir una determinada edad. Mirarte al espejo y mirar a todas aquellas niñas y decir: "Ya estamos aquí. Y ahora qué".

A veces siento que mi yo-pequeño estaría muy orgulloso de mi yo-mayor. De las clases de teatro, de la batería, del pisito, de Vespa, de los baños con espuma, de la agenda repleta, de las salidas culturales, de los ataques zen en las cenas familiares, de mi trabajo de vaqueros y deportivas (aunque, reconozcámoslo, habría estado más orgullosa si en la evaluación hubiera elegido la pastilla azul), de las sonrisas, de los paseos por el Retiro, del submundo virtual. Que suena bien y apetecible y que tendría muchas ganas de tener veintisiete y hacer todo eso.

Otras veces pienso que tendría que reñir a mi yo-pequeño por no haber hecho todo eso, por esperar a cerrar puertas y abrir ventanas y tapar hoyos y coser heridas, por no habérselo currado lo suficiente para que no tuviéramos que andar, las dos, mirando a mi yo-más-mayor-aún y preguntándonos si lo de hacer coletas y responder por qués y preparar purés y besar rodillas raspadas era en broma, o qué.

Y me apetecería mucho poder mirar por un agujerito y preguntarle un par de cosas a mi yo-de-los-cuarenta. Entre otras, si realmente cumplió la promesa de seguir cumpliendo 27 años para que este fuera el momento mágico en el que daría tiempo a hacerlo todo.

25.9.10

Humana

Este mes, mi pequeño psicólogo está decidido a ganarse el sueldo y se está portando fenomenal. También ayuda el hecho de que mi actitud haya cambiado, y eso, pero en estos momentos se agradece inmensamente que esté acertando tanto y tan seguido. Llevamos un mes intensivo de ahoraquesabemoselorigenmatémoslo y, dentro de lo que cabe, funciona. No voy a hacer todo el recorrido, pero sí me quedo con una frase de hace dos semanas: "perder el miedo a mostrarse humana". Estoy harta de repetir aquello de "Sure we all make mistakes, but they see me so large that they think I'm immune to the pain", y el problema no es tanto cómo te ven los demás sino tu presentación ante los demás (y debería dejar de jugar a goffmaniana, al menos mientras siga sin leerle en profundidad, pero en fin).

Hace unas semanas (creo. Igual no tanto. Los días son muy largos, últimamente, y "el pijama del otro día" acaba siendo el que te has quitado esa misma mañana) tuve una conversación con el Sociólogo Renegado sobre la caballerosidad implícita en reconocer los errores, incluso cuando esos errores hacen tambalearse la base que te sustenta. Si tus principios no funcionan, es el momento de jugar a Groucho y cambiarlos por otros. Que te valgan, que se acerquen pero que sean realistas.

Y pretender ser siempre el buey de carga tiene su aquel, pero no es realista, en absoluto. Cuando te caes, te caes, y de vez en cuando hace falta que tiren de ti. Pero para eso tienes que tener la humildad de decir "no puedo más", cuantas veces hagan falta, a cada brazo que se te acerque.

Lo intento, y me cuesta (de humildad nunca fui sobrada; lo que en mí parece humildad suele ser cualquier otra cosa), pero avanzo. Y ayer, en concreto, con todo lo malo, fue un trecho considerable.

S.O.S. S.O.S. S.O.S.

2.9.10

Autonirianálisis

Desde que me he vuelto psicoanalítica (y aunque me avergüence reconocerlo, la relectura de este libro tiene mucho que ver), me ha dado por prestar atención a lo que sueño. Como suele ocurrir (ya saben que Murphy no descansa nunca), he empezado a olvidar las cosas que sueño inmediatamente, cosa que en mí siempre ha sido rara. A pesar de mi chute de citas sobre el mundo onírico made in Benjamin, me falta conocimiento psicológico para decir con una cierta autoridad que estoy intentando explicarle a mi inconsciente que en el despertar debe hacer el puñetero favor de ponerse de acuerdo con el consciente para encontrar un punto medio revelador, pero bueno, por ahí van los tiros.

El caso es que hoy he amanecido a las mil, por primera vez desde que me fui de vacaciones, a pesar de haber estado desde que sonó el despertador (que yo recordaba haber apagado) reproduciendo y continuando una pesadilla de lo más extraña, que incluye la incorporación de miedos ajenos, la preocupante constatación de que mi subconsciente no sabe que he tenido una prima hace un año y medio y la confunde con otros miembros de mi familia, y todo un artefacto simbólico en torno a la etiqueta femenina en las bodas, donde los sombreros y tocados de colores brillantes eran las muestras palpables de estar rodeada de demonios, y donde las señoras mayores usaban guantes verdes tranquilamente (enorme vulgaridad, como nos recuerda  la genealogía del programa de la Lomana).

En medio de este caos y este ambiente hostil, la Chica India, con toda su firmeza característica, me obligaba a buscar colillas por el camino a nosémuybiendónde, sólo para que yo descubriera que estaban mojadas, me daban asco, y en realidad prefería dejar de fumar.

Entre las conclusiones, la sensación de estar acertando el camino. Es curioso poder reinterpretar una pesadilla a la luz del día y contactar con los sentimientos que una se niega. Después de ene sesiones de terapia, un mes y medio de vacaciones me ha colocado en el lugar donde se suponía que tenía que estar. Un lugar desde donde tengo perspectiva suficiente para valorar las malas influencias en todo su potencial dañino, elegir mis propios referentes, tomar mis propias decisiones y, en la medida de lo necesario, alejarme de ciertas zonas peligrosas para colocarme allí donde las vistas son mejores y se puede reconstruir un sistema de valores que sirva para una vida agradable que no tiene que ser ni compleja, ni dolorosa.

Keep going.

9.7.10

¿Y tú, cómo corres?

9 de julio. Viernes. 9 de julio. Viernes.

Llevo montones de horas repitiéndome que ya estamos en julio. Que iba a ser en cualquier momento. Preguntándome qué pasaría si no estaba preparada. Imaginando worst-case scenarios uno tras otro. Pero, como suele ocurrir, había uno que no estaba previsto. Y por más que me despierte a las siete de la mañana y me recuerde por qué quiero ir allí, por qué es importante lo que quiero hacer, y por qué es importante que lo haga yo, con todos mis nervios y todas mis cosquillitas en la tripa, no sirve de nada si no llaman.

Y, de momento, no lo han hecho.

Francamente, no entiendo qué puede pasar para que no sea considerada ni siquiera como opción. Salvo el hecho indiscutible de que no me conocen. Mierda. Me lo he jugado todo a una gente que no me conoce. Se me ocurren excusas, una tras otra. Peticiones de referencia sin contestar. Ese maldito 7,8 del que nadie me avisó que no sería suficiente. Quizá ya hay alguien que esté siguiendo una línea similar de investigación. Quizá están priorizando las otras áreas de estudio. Quizá no les inspira confianza que sea publicista. Quizá hay más gente en el máster de la que yo creo, y tienen prioridad.

Pero, por debajo, pienso en ese código reciente de "el candidato no cumple con los requisitos solicitados". Me planteo por una vez que es posible que me haya sobrestimado.

Me he pasado el año diciendo que no soporto las competiciones. Mentira. Lo que no soporto son las evaluaciones. No puedo con ellas. Tengo un autoconcepto peligrosamente frágil. Puedo vivir conmigo misma tal y como me intuyo, pero probablemente no tal y como soy objetivamente. Conmigo, lo de enough is enough es una gigantesca falacia.

No sé si es un recuerdo real o construido. El caso es que yo era muy pequeña y que lo único que quería hacer era ir al cole como todos esos niños que pasaban frente a mí en el parque. No, esta parte no la recuerdo, esta es recreada. El caso es que llegué al cole. Que el resto de los niños no disfrutaban lo más mínimo de estar en el cole. Que no sabían leer y que no les preocupaba en absoluto. Yo recuerdo, esto sí que lo recuerdo, que mi padre tuvo que explicarme gráficamente a qué velocidad se publicaban libros para que entendiera que no podía leérmelos todos. Pero era mi meta. Leerme todo libro publicado. Incluso creo que dije una vez que debería haber un Nobel de Literatura Infantil para que yo pudiera llevármelo escribiendo cuentos para niños. Autocrítica, la justita. Iba camino de ser una empollona, pero no de las de película americana, no tanto como paria social (que fue al fin y al cabo lo que terminó pasando), sino de las de despreciar toda inteligencia inferior a la mía o simplemente orientada a fines distintos. Yo iba a leerme toda la literatura jamás publicada y a ganar premios que no existían. Era muy buena, y lo sabía.

Un buen día, mi madre, preocupada por mi soberbia, dijo la famosa frase: "Y tú, ¿cómo corres?". Siempre he sido el pato mareado que soy hoy, tropezándome con las suelas de mis zapatos, con los pies hacia dentro, las rodillas débiles, y una capacidad psicomotriz limitadísima. Atacó donde debía. Efectivamente, el resto de los niños hacían cosas tremendamente difíciles como si no lo fueran, como si genéticamente estuviéramos preparados para correr, saltar, tener amigos y reírnos de chistes sin gracia.

No me entiendan mal. Sé que tenía que hacerlo. Ella no podía prever que yo fuera a reaccionar como lo hice, ni que fuera el inicio de mi autoexclusión. Obviamente, yo era la rara. El resto de los niños corrían, no leían, no escribían cuentos. Lo adecuado era lo otro. Todo eso para lo que yo estaba totalmente incapacitada.

Pero al menos me quedaban los libros.

Acabé mi primera novela con once años. Cuando se la dejé leer a mi madre, me dijo que si pensaba tomarme en serio lo de escribir, como mínimo tenía que mejorar los diálogos. No era fácil, eso. Yo no era muy de hablar con otra gente. Pero el consejo era bueno. Y me lo tomé a pecho; tan a pecho que diez años después, cuando acabé mi primer guión de largometraje, uno de los personajes implicados (los escritores y nuestra poco ética relación con la realidad y la privacidad) me dijo que no entendía cómo había sido capaz de escribir conversaciones en las que yo no había estado y hacerlo tan real.

Yo no sé correr. No sé bailar. No sé cocinar. Me cuesta un esfuerzo ridículo comportarme con naturalidad entre un grupo de personas. No entiendo de música, ni de cine, ni de arte, más allá de mi asistemática memoria, que se queda con nombres bastante absurdos y que obedece a un criterio estético como mínimo dudoso. Pero, joder. Estudiando, soy muy buena. No me siento muy orgullosa de ello, pero lo cierto es que necesito serlo. Porque es lo mío, porque si fuera por el resto, lo mismo daba que existiera o no.

Y, francamente, si ni siquiera soy una opción para estos señores, la pregunta es qué cojones me queda.

16.4.10

A falta de psicoanalista, buenos son los amigos

En pleno martes horribilus, el Chico Escritor me llama, después de separarnos, para decirme que deje de tener miedo. Que no estoy haciendo las cosas tan mal como yo me creo. Y al rato, dice "sentirte amenazada", y caigo en que es eso. No se trata de tener miedo en general. Se trata de tener miedo en concreto. Una sensación bastante paranoica de que está yendo todo contra mí, de que me echan males de ojo, de que esas 48 horas de tranquilidad no van a llegar nunca.

El mundo como ataque personal.

Y el caso es que ya sabía que no era contra mí, que a todo el mundo le pasan cosas malas (véase momento robo en el Burger King del bolso de Mi Media Infancia, obviamente no tanto contra mí como contra ella, lo cual es desastroso para mi plan de convencerla de que esta Ciudad no es Hostil, pero poco más), que las cosas malas no dejan de pasar ni siquiera cuando no las vemos, y que nuestros problemas son problemas de ricos.

Pero ya se sabe que el primer paso es reconocerlo, y yo no lo estaba dando. Sí, me siento amenazada. Tanto, que cuando me pongo nerviosa pienso en mi llavero como puño americano (que habría que verme a mí intentando defenderme por la fuerza, en cualquier caso). Tanto, que cuando soy consciente de que estoy hablando me callo a media frase. Tanto, que cuando la gente me pregunta por ese arranque carismático que nos ha dado esta semana lo único que me apetece es esconderme antes de que se vuelva contra mí. Tanto, que huyo del Profesor de Dudosas Iniciales. Tanto, que pienso en Google como una herramienta para arruinarme la vida.

Sólo que, sabiéndolo, hoy me he tomado las cosas de otra forma completamente diferente. El mundo da mucho miedo, sí, pero no soy el objetivo de nadie. Y eso de que el mundo no discrimine me resulta extrañamente tranquilizador.

22.1.10

Our libido needs an illusion...

Usually, people read the lesson of Freudian psychoanalysis as if the secret meaning of everything is sexuality. But this is not what Freud wants to say. I think Freud wants to say the exact opposite. It's not that everything is a metaphor for sexuality, that whatever we are doing, we are always thinking about that. The Freudian question is, but what are we thinking when we are doing that?

If I may be a little bit impertinent and relate to an unfortunate experience, probably known to most of us, how it happens that while one is engaged in sexual activity, all of a sudden one feels stupid. One loses contact with it. As if, "My God, what am I doing here, doing these stupid repetitive movements?" And so on and so on.

Nothing changes in reality, in these strange moments where I, as it were, disconnect. It's just that I lose the fantasmatic support. In sexuality, it's never only me and my partner, or more partners, whatever you are doing. It's always... There has to be always some fantasmatic element. There has to be some third imagined element which enables me to engage in sexuality.

(...)

Why does our libido need the virtual universe of fantasies? Why can't we simply enjoy it directly, a sexual partner and so on? That's the fundamental question. Why do we need this virtual supplement?

Our libido needs an illusion in order to sustain itself.

(Slavoj Zizek - The pervert's guide to cinema)

13.1.10

A matter of trust

Llego al psicólogo porque ahora soy una Chica de Pedir Ayuda y me ha despertado mi madre por teléfono (¿triste? Más triste es que dormirse cueste cincuenta eurazos). Llego algo tarde, y tras dejarme por enésima vez el dinero que me dieron para libros en mi monumento (erigido por el Gremio de Taxistas Madrileños).

- ¿Cómo estás?
- Mal pero bien.
- Explícame eso.
- Están siendo unos días bastante malos, pero estoy dando grandes pasos.

Yo tengo esa manía. La que el Chico Escritor comentaba que le había sugerido su Shiatsu-era. La de que las cosas no pasan "por algo" pero sí que pasan "para algo". La de que las cosas malas son para construir encima. Que lo del "sí, pero..." no vale solo para criticar.

El caso es que le cuento mi día de pre-Reyes como símbolo casi perfecto de todo lo que está pasándome, por dentro y por fuera. Resulta que el relato es bastante más largo de lo previsto, porque, inexplicablemente, en algún momento decidí saltarme un capítulo fundamental cuando hablábamos de mi biografía. El caso es que el 5-E lo tiene todo. Sus subidas, sus bajadas, personas que sirven de muestra, conversaciones típicas.

Tocamos tantos temas importantes que la sesión parece brevísima. Pero nos quedamos con una palabra clave. Confianza.

"¿Qué es lo que temes?" "Que me engañen. Que se vayan" Como todo el mundo, claro. Pero también temo todo lo que me pierdo porque se parte de la base de que la gente está para traicionarnos.

El libro de Begoña Huertas que me compré y que no he podido evitar empezar a leerme está lleno de erratas (Chico Escritor, toma nota), sí, pero también está lleno de frases grandiosas. Una conversación que concluye con que nadie firmaría una vida sin grandes penas ni grandes alegrías. La advertencia de que poniendo fechas de caducidad sólo se consiguen relaciones caducas.

Qué pasa si tú también, me dice. Pues pasa que no. No pasa. "No puedo evitar que entres en mi cabeza, pero puedo echare a patadas cada vez que te encuentre en ella". Pero que las patadas no sean la dinámica que prevalezca. Que no haya muros y capas tras capas tras capas porque el Chico Escritor dice permanentemente que, al final, las capas son la cebolla. Y me cago en mis capas.

Qué pasa si al final, toda esta gente no desaparece. Qué pasa si no estamos de Erasmus. Qué pasa si algo queda. Qué pasa si nos volvemos a llamar. Qué pasa si una no sale corriendo por sistema aprovechando los momentos de distracción. Qué pasa.

Seguramente, nada.

Habrá que probar. "Esto sólo se cura cuando sales del baño, miras fuera, y siguen ahí. Muchas veces". Tiene toda la pinta, sí.

2.12.09

El día en que Freud me salvó la vida

Si es que no se puede ser tan terca. Una tiene tanta terapia acumulada, que cuando un psiloquesea te pregunta por tu padre se coloca automáticamente en el lado malo de los profesionales mentales, y a partir de ahí no encuentra más que rechazo por tu parte.
Y sin embargo, un buen día, Freud acaba por vengarse. Vaya que si se venga. Y cuando tú te encuentras desesperada después de cuatro días de darle vueltas a la cabeza hasta que parece una olla exprés, va alguien y consigue hacerte hablar del hecho de que tu padre se va a vivir a otro país. Y hasta lo interpreta en clave generalista, y es capaz de explicarte qué emociones hay en juego en ese cambio, qué piezas se te están moviendo y desencajando por dentro, y por qué haces según qué cosas.
Y es que el etiquetaje es una cosa peligrosísima, y, ciertamente, si no va a haber nadie que te diga que eres estupenda, más te vale no ser estupenda.
Muy especialmente si te estabas sintiendo bastante estupenda.
Es increíble lo retorcido que es el ser humano a veces, y, sin embargo, la enorme cantidad de sentido que tienen las acciones más aparentemente absurdas.
El caso es que puedo autoproclamarme la reina del sabotaje en lo que se refiere a mi autoimagen, y que no quiero hacerlo.
Voy a sentirme bien conmigo misma aunque nadie me ayude a conseguirlo.
Y eso pasa por hacer las cosas tal y como querría hacerlas.
Y ahora que sé por qué las hago al revés, parece todo bastante sencillo.
Que vivan Freud y todos sus discípulos.