9 de julio. Viernes. 9 de julio. Viernes.
Llevo montones de horas repitiéndome que ya estamos en julio. Que iba a ser en cualquier momento. Preguntándome qué pasaría si no estaba preparada. Imaginando worst-case scenarios uno tras otro. Pero, como suele ocurrir, había uno que no estaba previsto. Y por más que me despierte a las siete de la mañana y me recuerde por qué quiero ir allí, por qué es importante lo que quiero hacer, y por qué es importante que lo haga yo, con todos mis nervios y todas mis cosquillitas en la tripa, no sirve de nada si no llaman.
Y, de momento, no lo han hecho.
Francamente, no entiendo qué puede pasar para que no sea considerada ni siquiera como opción. Salvo el hecho indiscutible de que no me conocen. Mierda. Me lo he jugado todo a una gente que no me conoce. Se me ocurren excusas, una tras otra. Peticiones de referencia sin contestar. Ese maldito 7,8 del que nadie me avisó que no sería suficiente. Quizá ya hay alguien que esté siguiendo una línea similar de investigación. Quizá están priorizando las otras áreas de estudio. Quizá no les inspira confianza que sea publicista. Quizá hay más gente en el máster de la que yo creo, y tienen prioridad.
Pero, por debajo, pienso en ese código reciente de "el candidato no cumple con los requisitos solicitados". Me planteo por una vez que es posible que me haya sobrestimado.
Me he pasado el año diciendo que no soporto las competiciones. Mentira. Lo que no soporto son las evaluaciones. No puedo con ellas. Tengo un autoconcepto peligrosamente frágil. Puedo vivir conmigo misma tal y como me intuyo, pero probablemente no tal y como soy objetivamente. Conmigo, lo de enough is enough es una gigantesca falacia.
No sé si es un recuerdo real o construido. El caso es que yo era muy pequeña y que lo único que quería hacer era ir al cole como todos esos niños que pasaban frente a mí en el parque. No, esta parte no la recuerdo, esta es recreada. El caso es que llegué al cole. Que el resto de los niños no disfrutaban lo más mínimo de estar en el cole. Que no sabían leer y que no les preocupaba en absoluto. Yo recuerdo, esto sí que lo recuerdo, que mi padre tuvo que explicarme gráficamente a qué velocidad se publicaban libros para que entendiera que no podía leérmelos todos. Pero era mi meta. Leerme todo libro publicado. Incluso creo que dije una vez que debería haber un Nobel de Literatura Infantil para que yo pudiera llevármelo escribiendo cuentos para niños. Autocrítica, la justita. Iba camino de ser una empollona, pero no de las de película americana, no tanto como paria social (que fue al fin y al cabo lo que terminó pasando), sino de las de despreciar toda inteligencia inferior a la mía o simplemente orientada a fines distintos. Yo iba a leerme toda la literatura jamás publicada y a ganar premios que no existían. Era muy buena, y lo sabía.
Un buen día, mi madre, preocupada por mi soberbia, dijo la famosa frase: "Y tú, ¿cómo corres?". Siempre he sido el pato mareado que soy hoy, tropezándome con las suelas de mis zapatos, con los pies hacia dentro, las rodillas débiles, y una capacidad psicomotriz limitadísima. Atacó donde debía. Efectivamente, el resto de los niños hacían cosas tremendamente difíciles como si no lo fueran, como si genéticamente estuviéramos preparados para correr, saltar, tener amigos y reírnos de chistes sin gracia.
No me entiendan mal. Sé que tenía que hacerlo. Ella no podía prever que yo fuera a reaccionar como lo hice, ni que fuera el inicio de mi autoexclusión. Obviamente, yo era la rara. El resto de los niños corrían, no leían, no escribían cuentos. Lo adecuado era lo otro. Todo eso para lo que yo estaba totalmente incapacitada.
Pero al menos me quedaban los libros.
Acabé mi primera novela con once años. Cuando se la dejé leer a mi madre, me dijo que si pensaba tomarme en serio lo de escribir, como mínimo tenía que mejorar los diálogos. No era fácil, eso. Yo no era muy de hablar con otra gente. Pero el consejo era bueno. Y me lo tomé a pecho; tan a pecho que diez años después, cuando acabé mi primer guión de largometraje, uno de los personajes implicados (los escritores y nuestra poco ética relación con la realidad y la privacidad) me dijo que no entendía cómo había sido capaz de escribir conversaciones en las que yo no había estado y hacerlo tan real.
Yo no sé correr. No sé bailar. No sé cocinar. Me cuesta un esfuerzo ridículo comportarme con naturalidad entre un grupo de personas. No entiendo de música, ni de cine, ni de arte, más allá de mi asistemática memoria, que se queda con nombres bastante absurdos y que obedece a un criterio estético como mínimo dudoso. Pero, joder. Estudiando, soy muy buena. No me siento muy orgullosa de ello, pero lo cierto es que necesito serlo. Porque es lo mío, porque si fuera por el resto, lo mismo daba que existiera o no.
Y, francamente, si ni siquiera soy una opción para estos señores, la pregunta es qué cojones me queda.
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