7.7.10

Lo que hemos crecido

Poco a poco me acostumbro a esta despedida permanente para la que robé la expresión de Risto de "morir por fascículos". Esto no es abandonar un sueño, ni mucho menos. Seguramente si hablase de abandonar sueños tu recurrirías a uno de tus efectivos y sencillos noes y se acabaría todo plan de autosabotaje que me rondase la cabeza. Pero se hace largo, y además a ratos tengo la impresión de que en el fondo no te vas a ir nunca, que ese mañana será siempre mañana y nunca hoy, y que puedo mirarte dormir con toda la calma del mundo.

Me has enseñado lo que son vacaciones. Vacaciones es obligarme a ignorar mi ataque de nervios de las siete de la mañana para acurrucarme a tu lado y remolonear hasta que suena tu despertador, dormirme cuando me descuido detrás de todo mi parapeto de angustia y me encuentro bien y me siento protegida. Despertarme cuando te oigo toser en el sofá y acercarme a ti arrastrando los pies y las legañas. Decirte que me voy sin ganas y quedarme sin que insistas. Tumbarme en el sofá y ver por encima de tu hombro, o mejor, de tu cadera, en qué trabajas. Ponerme pesada para que cambies unas palabras por otras y luego decirte que no me hagas caso. Enseñarte a usar los atajos de teclado. Fumar perezosamente el primer cigarro del día mirando a través de la reja de tu ventana. Recorrer por enésima vez la estantería del salón con los ojos, y preguntarme por Gombrich.

Me llamas sabihonda, y luego me envías canciones de manouche. Te ríes de que mis lecturas de verano contengan a Elias y a Benjamin, pero luego te despiertas y mientras hablo con Blue, tú hojeas las Tecnologías del yo. Puedes encontrar cualquier referencia que necesite en cuestión de horas, pero nunca has oído hablar de los cíclopes del capítulo 7.

Ayer me preocupaba el amor sin coincidencias de Anne y Nick. Tu francofilia y mi anglofilia, tu profundidad y mi frivolidad. Nuestros opuestos sentidos del humor. Cómo es posible que tú y yo nos gustemos. Tú me mirabas con una de esas caras que prometes que no significan nada, de monigotes que pasan, y que desde el otro lado de tu piel son caras de saber las respuestas y no querer compartirlas.

Pero y qué más dan las coincidencias, cuando podemos reírnos como este mediodía.

Pienso en febrero y pienso en ahora, y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Como si hubiéramos crecido, como esos niños a los que hace mucho que no ves. En realidad no sé si crezco o menguo; sólo sé que es para bien. Que me encanta tu mezcla de cinismo e ingenuidad, tu pragmatismo incluso cuando me acusas de pragmática.

Me gusta que me sorprendas con tus québienseestáaquí, que tan poco te pegan. Que sigas llamando "moñeces" a las cosas que ahora haces tan a menudo, como sin darte cuenta. Que me recuerdes todo lo que valoro cada anécdota que me cuentas. Esta sensación casi tramposa de pensar cuánto te conozco de la que a ratos incluso quiero presumir.

Hemos pasado de abandonarme a mi suerte a llevarme en volandas. De ponernos nerviosos a hacernos reír. De las barreras a necesitarnos.

Y me siento mucho más orgullosa de esto que de cualquier otra cosa que haya conseguido este año. Y no han sido pocas.

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