1.7.10

Tiempos de mudanza

Ayer, el día fue una locura de esas que no sabes muy bien cuándo se te ha ido de las manos. Pese a que el Chico Escritor insista en que vivo en otro planeta y por eso me entero de cosas que no existen y omito perfectamente las que sí están pasando, creo que el problema básico ha sido que no me entra en la cabeza que un sindicato deje a toda una ciudad paralizada con la que está cayendo, con las entrevistas de trabajo que se pierden, con la excusa perfecta para despedir a ese trabajador que es impecable pero hace unas semanas has decidido que sobra.
Así que sin metro y sin nada, salvo la perplejidad y esta mala leche que me acompaña últimamente como un novio celoso día sí, día también, me dispuse a enfrentar las despedidas, la enésima tanda de despedidas. Qué agotamiento emocional, este de mantener la intensidad tantas semanas seguidas. De estar haciendo los trabajos que deberían abrirte la puerta sin saber si hay puerta o no, sin saber si son tus últimas investigaciones, queriendo ser brillante sin conseguirlo, queriendo ser coherente sin conseguirlo, queriendo ser interesante sin conseguirlo. De encontrarte con un trabajo que no tiene mucho que ver con el que había en tu cabeza pero del que sientes un cierto orgullo de madre, de la inseguridad por si el profesor X decide que tu bebé es feo, con lo doloroso que ha sido el parto. De hayqueirporqueeslaúltimavez. De cañas y cenas y comidas. De no saber qué día es ni qué hora, de que los sitios a los que vas siempre cierren sorpresivamente y no ayuden a que te ubiques. De abrazos y lágrimas y hablar muy deprisa porque se nos va el tiempo. De noes gritados ante temas que acaban saliendo después y sobre los que en realidad no sabemos muy bien qué decir.
Me desperté mala, en cualquier caso, porque sólo yo soy capaz de quedarme con el resfriado de alguien como recuerdo y hacerlo tan feliz, y eso ayudó. La intensidad se fue a tomar viento. Caminamos sin parar hasta una parada de autobús y una continuación de trayecto a pie a Marqués de Vadillo. Un abrazo rápido y una conversación aún más rápida, un "si estás en Madriz nos vemos" y poco más. Foucault en el autobús, la cabeza a punto de estallar, llegar a casa y acostarme por enésima vez, porque me da la sensación de que es de las pocas cosas que hago bien últimamente, meterme en la cama (dormir, ya no. Pero eso ya lo he dicho).
Grandes intenciones que se ven destrozadas por la cabezonería de caseros ajenos. Quedar en Atocha a la misma hora a la que los sindicalistas ya mencionados tienen pensado cantar la Internacional y producirme un deseo creciente de matar personas indiscriminadamente. Atascos. Masas de gente que no sabe qué hacer. Un montón de cosas desagradables.
Y la sorpresa, peor, de que no hay furgoneta reservada, de que no quedan furgonetas en Madriz. Porque todo el mundo se está mudando. Una especie de sensación de pérdida de esa muchedumbre nómada que estamos perdiendo sin ser conscientes. Una especie de sensación de empatía con los madrileños en estado de pérdida que están viendo irse a sus amigos. Una oleada de sensaciones raras producida por una simple falta de existencias furgonetiles. La emoción a flor de piel es lo que tiene, que te rescata cualquier cosa y la convierte en trascendente, sin pedir permiso.
Una discusión ajena con un casero que nos coloca al Sociólogo Renegado y a mí tomando batido y patatas en un parque y hablando de todo un poco. La sensación de que es posible que esté surgiendo una rutina nueva. La sensación, desagradable esta vez, de que no es momento de empezar rutinas sino de terminar trabajos. Mosquitos, aunque eso sólo lo sabré al día siguiente.
Un viaje en autobús y un caminito desde Castellana. Un plato de pasta bolognesa que me hace sentir orgullosa de mis habilidades culinarias hasta que somos conscientes de que éramos tres y la única solución que se me ocurre incluso con antigripales es calentar una tortilla precocinada. Una pena, fue bonito mientras duró. Agotamiento descomunal. De nuevo, el cansancio lo hace fácil: un abrazo, un "nos vemos en septiembre entonces", y se acabó.
Aunque sigan quedando 48 horas y 5 páginas, lo cierto es que está casi todo hecho, y que hemos sobrevivido, y que se suponía que ese era el mensaje terapéutico subyacente. Oído cocina.

2 comentarios:

Ana González dijo...

Porque en el fondo sabemos que son vacaciones y que se me dibuja una sonrisa si sigo creyendo que os quedaréis en mi vida para siempre... y yo en la vuestra... y ellos y ellas en las nuestras... porque hemos aprendido que la vida es líquida, posmoderna, trasnacional, fluida y en forma de red (entre un millón de cosas más).

La abajo firmante dijo...

:) Y qué bonito el proceso de aprendizaje y qué bonito deformar las conclusiones para que lo posmoderno sea práctico y no sólo irreverente, irritante, e inestético :D

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