24.2.11

La parte "lance" del freelance

Desde que mi situación laboral es irregular y tiende a la desesperada, he aprendido varias cosas:

1) Hay algo peor que no tener empleo, que es tener un empleo de mierda. Y volverse paranoica.
2) Hay algo peor que tener un empleo de mierda, que es no tener trabajo. NINGÚN trabajo. Y volverse neurasténica.
3) Hay algo peor que no tener trabajo, que es tener muchísimo trabajo y que nadie entienda cómo tal cosa es posible. Y volverse psicótica.

Llevo desde noviembre, cuando empezo esta cosa rara a la que me dedico de forma profesional aunque en pijama, diciendo que no todo el rato. A las cañas de martes. A los empleos de mierda (sí, a esos también. Mi orden de valores es mi orden de valores, y está bien claro ahí arriba). A los libros que gritan mi nombre desde estanterías diversas, propias y ajenas. A cañas que no eran de martes pero que me pillaban o llegando con el tiempo pegado al culo al deadline, o recién cumplida una entrega (generalmente, con retraso, estrés y drogas legales).

Desde enero, digo que no, además, a esas ganas de fumar espantosas que tengo, afortunadamente cada vez de forma menos frecuente (creo que andan en los 45 minutos). Son cosa de segundos, pero durante esos segundos me arrancaría a tiras la piel del cuerpo. Les aseguro que eso no ayuda a concentrarse.

El caso es que llevo tres meses currando sin saber ni cuándo ni cuánto cobro. Que la cosa empezó prometedora, cuando todo mi agobio era compatibilizar las horas que le dedicaba (unas 25) con las oposiciones y demás. Que, en medio, como suele ocurrir, se me ha ido todo de las manos. Que sustituyo adicciones reales por adicciones virtuales, que hago estimaciones de trabajo que se corresponden con mi vida antes de ser no-fumadora (y que luego implican maratones hasta las mil de la mañana, uno tras otro). Que me meto en la cama y no me apetece ni dormir, porque sueño con lo que tengo que hacer el día siguiente, y para eso, señores, casi me quedo despierta y lo hago.

Y, mientras, la gente me mira mal. Me mira mal porque no salgo tanto como debiera, porque no llamo por teléfono yo primero, porque respondo compulsivamente en Facebook pero no contesto los e-mails, porque incumplo persistentemente mis obligaciones y vocaciones de doctoranda, porque tengo twitter pero lo uso poco (cada una de mis tres cuentas), porque malcomo por no parar a comprar, ni a cocinar, ni a pensar, ni a comer; porque cuando se me pregunta por mis planes de ocio grito y lloro y escupo, porque estoy enfadada con el sistema político, con el sistema económico, y con todas las personas humanas que componemos ambos (no lo olvidemos).

Pero sobre todo, se me mira mal porque no debería quejarme, claro.

No debería quejarme porque tengo trabajo. No debería quejarme porque no tengo horario. No debería quejarme porque no tengo jefe. No debería quejarme porque no se me ha acabado el paro. No debería quejarme porque tengo una familia que quiere estar conmigo a horas a las que yo tengo que estar trabajando (de forma incomprensible, cuando es evidente que trabajo porque quiero). No debería quejarme porque no tengo obligaciones, porque todo lo que tengo son derechos, y porque peor están en Libia.

Y yo sólo quiero que me dejen gritar. Como en Libia. Y si luego me cae una bomba, habrá valido la pena. Aquí no caen bombas, pero nunca grita nadie.

Y que me pidáis que no me queje es sólo la muestra.

10.2.11

I don't love anyone - you're not listening

Hablo con mi psicólogo de mi vínculofobia, largo y tendido. Supongo que se aprovecha un poco de que le haya dejado tan en bandeja y con su papel de regalo un ejemplo perfecto para corroborar su última teoría, que viene a ser un desplazamiento horizontal del freudianismo de lo más curioso pero que, al final, funciona.

El rollo viene a ser, nada muy original: cuanto más lejos, menos daño. Porque, estadísticamente hablando, la gente que he tenido cerca ha sido tremendamente peligrosa en una inmensa mayoría de casos.

Hablo con mi Tito-Director (me parece muy estupendo usar este nick, precisamente ahora), sobre el cinismo. Lo necesario que es y lo que desgasta. Probablemente no tiene ni el menor sentido lo que decimos, porque debería ser o necesario o demoledor, pero no sirve para nada si es las dos cosas.

El caso es que pensando en la llamada a mi madre, en el ycuandoestásbienqué, en cierta capacidad de levitar recién descubierta, pienso que ser de algodón de azúcar mola mil pero ser de piedra tiene que ser la bomba.

Porque el caso es que incluso cuando nadie quiere hacerme daño me lo hacen. Si no digo que la gente sea mala (no ahora. Igual históricamente, mucha de ella, sí). Digo que tengo una capacidad descomunal de entender las cosas como no son, y de sentirme rechazada, repugnante y odiosa a la mínima. Incluso cuando hay una explicación razonable para las cosas que pasan, a mí me sigue pareciendo, navaja de Occam en mano, que es mucho más lógico pensar que era irracional pensar que quisieran pasar tiempo conmigo. Que es no tener ni puta idea de para qué sirve una navaja de Occam, probablemente.

La cuestión es que si habitualmente me agarro/agarraba a lo que mola el columpio, conforme va pasando el tiempo estoy cada vez más convencida de que no quiero ser cínica, sino psicópata; y no quiero decir barbaridades, sino ser una bárbara.

Y que quiero coger a todo el mundo e instrumentalizarlo y a tomar por culo la bicicleta.

Porque cuando floto, mola. Pero cuando duele, es jodidamente insufrible.

6.2.11

De superpoderes y otras malas costumbres.

Ya lo dije, así que ya lo sabía, pero supongo que se me olvidó. Está bien que haya gente a tu alrededor que te recuerde lo que ya sabes pero no te da la gana de pensar.
Te pasas tres días eligiendo las palabras para ser capaz de no dejar traslucir el estado real de las cosas en conversaciones telefónicas de más de una hora, para que al final, cuando lo sueltas, escuches un: "bueno, te dijeron que pasaría. Ha tardado mucho en pasar y lo controlas mejor. Y tienes que acordarte también de lo bueno". Sí, es cierto. Cuando soy feliz, soy más feliz que nadie. Y he sido capaz de ser más feliz que nadie durante bastante tiempo (ansiedades aparte), y todo ha ido bien hasta que se han empeñado en darme pastillas rosas y volverme nihilista.
Probablemente ya no tenga cerca quien entienda mis redes textuales ("todas mis buenas frases no son mías, son de Astrud"), pero tengo otras cosas.
Tengo que ser capaz de ver las frases en negrita que abren los correos y que dicen cosas bonitas de mí. Tengo que dejar de negarme a que el Rey del Laboratorio se ponga la capa y venga volando a lanzarme rayos de abrazos tranquilizadores. Tengo que permitir que mi padre me trate como a la niña mimada que soy, porque cuando lo hace, le freno y dejo de portarme como una niña mimada en general.
Tengo que salir a la calle, tomar el sol, beber cerveza con limón, comprar pasteles.
Y tengo que saber que voy a tardar en poder hacer todo eso pero que no pasa nada. Que podría ser peor. Que cuando digo en voz alta las palabras que me queman por dentro dejan de ser mi secreto, dejan de tener fuerza. Que tener miedo hace que las cosas no pasen. Y que, por eso, hay que elegir a qué tener miedo.
Aprovechar el impass. Hacer esas cosas que no puedo hacer cuando no hay quien me meta en casa. Tachar cosas de listas, que siempre sienta bien.
Y saber que soy yo la que está dejando fuera a los demás, y dejar de sentirme excluida. Y centrarme en que al menos hay alguien a quien siempre quiero ver, y que está dispuesto a venir a verme incluso cuando no le dejo. Que es una suerte inmensa.

5.2.11

Real newyorkers

Fans de HIMYM: ¿en el capítulo de How to be a real newyorker dicen en algún momento que sea necesario hacer todo eso en Nueva York?

Porque estoy buscando ansiosamente una cucaracha para poder decir que conseguí en 24 horas un carnet de auténtica neoyorkina.

1.2.11

Angst

Dos trabajos, ningún contrato. Tres asignaturas, dos directores y un proyecto de tesis, todos abandonados. Un montón de obligaciones que se van acumulando porque en vez de sangre, tengo nitrógeno líquido. Y no puedo moverme, no puedo respirar, no puedo dormir. Sólo puedo ver desde mi congelación cómo pasan los minutos y se me van escapando los deadlines de las manos. Cómo aumenta la regla de tres de horas de trabajo diarias.

Y las expectativas, las putas expectativas. Las propias y las ajenas. Los libros sin tocar, de todos los palos. Las carpetas que no abro. Los formularios que no relleno. Los planes que no hago, porque no sé dónde estaré. Porque no me atrevo siquiera a pensar dónde estaré.

El miedo al miedo. La envidia cancerígena que mueve todas mis palabras como una titiritera. El estar tan angustiada por la espera que estoy dispuesta a destrozar con mis propias manos todo lo que sea necesario, con tal de que no me obliguen a mirar cómo arde.

La sensación general de que sería facilísimo hacer un Kiko Amat.