Mostrando entradas con la etiqueta autodiagnóstico. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta autodiagnóstico. Mostrar todas las entradas

27.4.17

Terrorismo

Lo terrible del terrorismo no son los ataques, sino el efecto que estos tienen en los intervalos "de paz". Cómo el control se extiende en el tiempo durante plazos insosteniblemente largos. Tan largos que llega un momento en que ni siquiera eres consciente de que tienes miedo.
Yo no tenía ni idea de que siguiera teniendo miedo, tantísimo miedo. Mal sabor de boca sí, claro; una referencia en clase de autodefensa que te hace tener que salir a fumarte un cigarro mirando al vacío por no mirarte dentro; un nombre gritado en la plaza que te retuerce el esófago como si fueras a vomitar; una tristeza sorda, generalizada, al ver algunos nombres en el feed de Facebook. Y sí, algo de prudencia, creía yo; la incapacidad de respirar al tener un desacuerdo en la cama, el recelo ante los "y si...", las pesadillas que te recuerdan que nunca más.
Pero no este miedo atroz con el que ahora sí conecto. Esas palabras retorciéndose para hacer eco en todas mis esquinas, "tú no sirves para novia".
Y ahora me despierto con el silbido de una de mis canciones favoritas, y bailo en la cocina, y celebro el cepillo de dientes de más, y quiero vaciar los cajones, y de pronto tengo unas ganas inmensas de llorar como si aún estuviera peleando por un hueco en aquella casa en la que no quería vivir. Y hablo en plural y hago planes en singular porque no hace falta usar los tiempos verbales ni los pronombres como cuchillas, porque todo es fácil y bonito y ya, y hago y hacemos indistintamente; y tengo unas ganas inmensas de llorar como si aún tuviera que hacer cuentas con la agenda para rendir cuentas sobre cuándo, cuánto y quién. Y pongo lavadoras y friegan el suelo y los cuidados salen solos y tengo ganas de llorar como si aún tuviera que explicar que el problema de los supermercados es mío y es de siempre y saber que nunca me creen. Y escucho canciones propias y ajenas y planeamos conciertos y tengo ganas de llorar como si aún tuviera que estar a la altura de un listón que no para de subir mientras no me dejan pasar ni por encima ni por debajo y mucho menos tocarlo. Y hablo sin parar y escucho sin parar y tengo ganas de llorar como si aún estuviera saltando a la comba en un campo minado en el que en cualquier momento va a empezar otra vez esa maratón de reproches y tuviera que negar mi vida tres veces antes de cantar el gallo.
Y tengo ganas de llorar porque me doy cuenta de que no creía que esto fuera posible, de que me había roto, de que me quedé donde me dejaron, "mis ex están todas locas", conversaciones infinitas por Messenger porque no te pueden romper el corazón sin tocarlo siquiera, poner kilómetros por no poner límites.
Y tengo ganas de llorar porque soy asquerosamente feliz y algo dentro de mí ha seguido pensando todos estos años que no me lo merecía.
Y joder si me lo merezco.

4.9.13

Meta

Me pongo en plan tozudo con el Parador de Montañas Rusas, porque para eso no he empezado la carrera, aún, y así como quería escribir la CasiSociología, ahora quiero escribir la AntiPsicología, y él me asegura que las cosas son de una forma y y las siento de otra, y ahora resulta que este blog me disocia mientras yo pienso que me centra.

Y yo me pregunto si es posible que quieres hemos escrito más con teclado que con bolígrafo vivamos la experiencia inversa. Porque yo siento más mío lo que escribo en unos y ceros que lo que escribo en tinta y papel. Más real.

Luego sigo releyendo tiempos inconexos y pienso que igual tiene razón. Pero soy tan tozuda que igual da igual que la tenga.

Porque, disociada o no, nunca he escrito mejor que en 2004. Me releo y me odio un poco, en general, como personaje, pero me admiro bastante, en general, como narradora. Juego con las palabras como si fueran piezas de lego hechas de plastilina. Monto, desmonto, retuerzo.

Hoy la Chica Úbeda me dice que se siente mal por no saber o recordar que existe este espacio, y yo pienso que tanto mejor. Que me gusta que en este rincón solo entren bots. Si ustedes quieren verme, señores, se pasan por mi casa, y tomamos algo en la terraza, y sonreímos.

Pero yo aquí estoy bien. Estoy MUY bien. Y de aquí salto por el balcón a la novela. Y eso es fantástico, digan mis nuevos manuales lo que digan.

20.8.13

Arqueología emocional

Yo tenía doce años (creo), y tenía que hacer un dibujo con ceras blandas. Una especie de pesadilla de doscientas gamas de verde. Le dije a la profesora que me había dejado el bloc en casa pensando en hacerlo tranquilamente en vacaciones, porque era justo antes de Semana Santa. Al cabo de una semana de vacaciones tuve que empezar a levantarme a las 4 de la mañana para hacer el puñetero dibujo a escondidas.

En ese momento empezaron mis problemas para dormir.

Uno se pregunta siempre si fue antes el huevo o la gallina, y lo que ocurre es que huevo y gallina tienden a ser consecuencia de otra cosa. Relaciones espurias.

El Parador de Montañas Rusas me puso deberes para septiembre. O dejábamos de vernos, dado que ya estaba bien, o, si nos veíamos, iba a ser para buscar patrones. Hablar de la familia. Volver a la infancia, a la preadolescencia. Pero tenía que estar dispuesta. Acepté. Cómo no aceptar, considerando que ya he visto a dónde me llevan los patrones.

Y se fue un mes de vacaciones. Y yo empecé a salir como si no hubiera mañana ("Transmites una energía increíble. Como si el mundo fuera tuyo, todo el tiempo", decía Mi Media Infancia el otro día, en la terraza, precisamente el findesemana de yanopuedomás, el día de nopasanadasinosperdemosalasnancys). Y a venir a trabajar a cuatro patas. Y a pasar las mañanas mirando el monitor como si fuera de otro. Y las tardes en coma en el sofá. Y las noches en las fiestas. Y vuelta a empezar, y un día, y otro, y bocatas de lomo con queso, y tinto de verano, y clara con limón, y mojitos, y pizza, y bocadillos de jamón, y así.

Hasta que un buen día dije que no podía más y decidí saltarme un festival, y me fui a comprar verdura, y empecé a tomar el sol y a salir de día. Más o menos.

Ahora sí, dos días en casa consecutivos después de haber salido 29 días de 31 justo antes. Batidos de fruta, ensalada, pisto con huevo. Y lectura intensiva. Porque, como a los 12, después de un mes de vacaciones no he hecho los deberes. Y la angustia, y el tengoqué, y el Animal Crossing llamándome, y las tres temporadas de 24 que me he ventilado en una semana.

Patrones.

Y veo que siempre he sido así. Que mi control no tiene punto medio. Que o como mal, duermo mal, me porto mal y lo paso bien, o como bien, duermo mucho, me porto bien y me pongo triste.

Pero no tengo necesidad de hacer una Ley General de la Existencia de todo esto y me quedo con que llevo dos días muy sanos. Porque tenía mucho miedo, pero la verdad es que releer el periodo 95-98 ha sido precioso. Que me entran ganas de viajar en el tiempo y abrazarme y decirme que no soy tan mala, que lo he hecho bien, que ser libre es una pretensión perfectamente aceptable y que claro que tengo personalidad. Con sus pros y sus contras. Que he sido capaz de mantenerla. Tengo ganas de darle las gracias por todo lo que me está enseñando quince años después. Gracias, Pequeña Yo, por tu autenticidad. Por tus ganas de luchar, por tus sonrisas de mentira y tus sonrisas de verdad, por ser una Lolita inconsciente, por enseñarme todo lo que he descubierto sobre esa especie extraña denominada personas. Por ser incapaz de leer las señales y moverte todo el rato a ciegas por el mundo, porque has conseguido labrar tu propio camino. Por querer tanto a los demás, por fijarte unos objetivos que a día de hoy siguen siendo relevantes e importantes y confirman que mis decisiones están bien tomadas.

Pequeña Yo, eres absolutamente querible. Nunca pensé que diría esto, pero lo cierto es que eres entrañable, y muy lista, y muy buena persona. Y que tengas una capacidad de procrastinar inigualable no anula todo eso.

Pequeña Yo, todo va a ir bien, y es gracias a ti.

14.12.10

Honestidad brutal (de mí, pa' mí)

El Chico cuyo apodo ya no recuerdo dice que me haga mirar mis estados de Facebook porque se preocupa por mi estado de ánimo. Yo no soy consciente de estar mandando mensajes negativos, pero sí que es cierto que he acumulado demasiada frustración y que es posible que salga por todos los poros. No los reviso, por si acaso. El blog, que al fin y al cabo está abandonado, me parece más fácil (y menos representativo), y veo que alterno adecuadamente las etiquetas de "construyendo" y "nostálgica". La Chica Mariposa me envía mensajes preguntándome por mi alternancia de blanco y negro. Ha llegado un momento en el que igual debería ser yo la que piense un poquito cómo estoy, en vez de lo que tengo que hacer.

Podría hacer el enésimo resumen de noticias y hacer un balance con pretensión de objetividad, aunque todos sepamos que eso no existe. Casa nueva - mucho jaleo - casi terminado - paz, tranquilidad, sensación de victoria, bonito rincón en que vivir. Enésimo cambio vital - mucha nostalgia - mucha gente perdida por el camino - mucha gratitud por la gente que se queda - bastante sensación de pérdida - sensación de estar desubicada pero bien acompañada (a veces). Difuso proyecto de futuro - cambios de carácter - inseguridad crónica - buenas expectativas - sensación de valer lo suficiente para caer, de vez en cuando, de pie.

Creo que es suficientemente sintético, concreto y esclarecedor. Pero hay más.

La gente que se quedó por el camino aparece, de cuando en cuando. En forma de mail, en forma de personaje de Rohmer, en forma de marabunta celebrando un cumpleaños. Aparece y duele muchísimo, las cosas como son. El otro día hablaba con el Sociólogo Renegado de bancos de tiempo, y no se trata de eso. No se trata de los contactos como inversión. Se trata de que uno se acostumbra al papel que los demás juegan en su vida y luego, al readaptar la obra, siempre te falta un pie por algún sitio. [Sí, soy goffmaniana nata. Este era el tipo de cosas que escribía con dieciséis años, si lo pienso] Y faltan copas de vino, aseveraciones, runrunes incómodos incluso, rutinas, celebraciones.

Precisamente, celebraciones.

Esta tarde he conseguido ir con Blue a ver Celebración, de Pinter, después de un amago de dejà-vu con la de Beckett que me perdí el pasado diciembre. En primero me marqué no sé ni cuántas páginas sobre Pinter y el silencio con esa prepotencia de los dieciocho años y sin haber leído una sola página firmada por él mismo. Ahora creo que las entiendo. Me parece maravilloso ser capaz de no decir nada en absoluto y dejarme llorando como una niña, perpleja ante los personajes que circulan saludando entre las mesas. No pasa nada: son personas que cenan, y charlan. Señores, no vayan a verla. Hagan el favor de pararse a escuchar las conversaciones de la gente en los restaurantes, en los bares, en el autobús, y asombrarse, y llorar como niños.

La semana pasada, escuché a una madre repasarle los deberes a su hija por teléfono y comentar el examen. Implicada a morir. Era realmente como si estuviera sentada en la mesa, con ella. Pero no lo estaba. El tipo de madre que pasa cuarenta y cinco minutos hablando contigo sobre las manías de tu profesora y los enunciados que va a poner ya no puede sentarse contigo. Es lo que hay.

Y es una mierda repugnante.

Es una mierda repugnante que tenga que aterrorizarme ante los antecedentes familiares de menopausia precoz porque no tenga la más mínima garantía de poder tener un hijo antes de diez años cuando es lo que más deseo en el mundo. Es una mierda repugnante que el Chico de los Recopilatorios tenga más razón que un santo cuando asegura que la reproducción no merece la pena en los tiempos que corren. Es una mierda repugnante que nos hayan robado las vidas a todos mientras sonreíamos porque era la rehostia tener treinta años y poder seguir llevando zapatillas de deporte y camisetas con dibujos y juntarse con los amigos a jugar a la Play. Es una mierda que los marketinianos celebren a las familias DINK (Double Income, No Kids). Es una mierda que tengamos que echar carreras con nuestro reloj biológico y con los procesos de adopción. Es una mierda que, en general, no importe nada en absoluto lo que vales. Es una mierda que cuando encuentres un trabajo la gente considere que eres suficientemente afortunado como para que no tengas derecho a la queja cuando un psicópata juega contigo como herramienta para su ego.

Hace dos días, todo esto se concentraba en no poder parar de llorar, metida en la cama, pensando en que mis hijos no conocerán a mi abuela. Que mi abuela se mantiene fenomenal y joven y activa y ya ha hecho todo lo que tocaba por su lado y que yo no puedo dar ni medio paso por el mío. Que es un ejemplo irrelevante pero significativo.

Tengo 26 años y hace más de cinco que estoy hasta los pezones de la gente que no para de repetirme lo joven que soy. Porque con 35, en Maternidad, te llaman primípara añosa si tienes la osadía de estar teniendo tu primer hijo.

Si tengo suerte, pasaré los próximos cuatro viviendo a costa del gobierno (aún) dedicada a cagarme en todo lo que hay en el mercado laboral que me ha llevado a esta situación. Cuatro años que no garantizan más que la satisfacción personal de estar elevando una queja a no se sabe muy bien dónde. Bueno, y que tendré un "mayor riesgo de exclusión" del mercado laboral por prolongar mi situación de desempleada. Si tengo suerte, podré plantearme que irme a EE.UU. con gastos pagados es una opción de futuro y cerrar los ojos ante la posibilidad de volver con el rabo entre las piernas. Si tengo suerte, tendré que pelearme con mis amigos por mi trozo de pastel y muy probablemente me acabe convirtiendo en un ser retorcido y mentiroso que veo tan cerca que me da miedo.

Si tengo un poco menos de suerte, podré mantenerme en esta dulce esquizofrenia que vivo ahora, en la que por la mañana construyo los discursos que critico por la noche. O eso digo. Porque en realidad no encuentro las horas para criticar nada. Estoy demasiado cansada para seguir leyendo, y me meto en bucles de autorrealización ilusoria y compulsiva consiguiendo logros en Farmville, porque así soy yo, que me creo muy lista pero caigo en toda trampa que me encuentre. Supongo que, en cuanto me acostumbre y deje de cumplir con todos los puntos de los decálogos de malos hábitos para teletrabajadores, la cosa irá a mejor; y de hecho, de momento pinta como la mejor opción.

Porque el siguiente golpe de suerte podría venir de la mano de una oferta para volver a mi sector, y volver a tener cargo de conciencia y un nivel de estrés que hay quien tolera, pero no es mi caso. Que al menos me garantiza, si mantengo mi vida de estudiante actual cuando salga de la oficina, cierto colchoncito para los 30. Si no me echan.

Lo lamentable es que todos y cada uno de ellos serían golpes de suerte. Que estoy en una posición jodidamente envidiable. Que yo envidio a los que son listos y están becados y que 4 millones de personas y sus familias me envidian a mí. Que sigo siendo una privilegiada, como lo he sido siempre. Y eso me asusta. Porque no entiendo cómo coño se sostiene un sistema en el que esto es estar arriba. Y porque, insisto, nos han quitado el derecho a la réplica.

Yo quiero un sitio donde dormir, comer todos los días, y poner mi granito de arena por la supervivencia de la especie antes de que sea tan mayor que esté comprando papeletas para que la sangre de mi sangre se convierta en un vándalo por mi incapacidad de hacerle caso. Juraría que hace treinta años esto no era tanto pedir.

Me encanta mi vida tal y como es ahora, claro que sí. Puedo sentir nostalgia de ciertas cosas (porque las he tenido) y puedo tener aspiraciones (porque sé que existen), que no es mal punto. Aprecio mis rutinas, aprecio a mis personas, y aprecio lo que hago.

Sólo pido que no me obliguen a hacerlo el resto de mi vida.

Déjenme volverme adulta, por favor. Es lo único por lo que me quejo. Ser adolescente un rato, mola. Serlo toda la vida está empezando a ser insufrible.