14.12.10

Honestidad brutal (de mí, pa' mí)

El Chico cuyo apodo ya no recuerdo dice que me haga mirar mis estados de Facebook porque se preocupa por mi estado de ánimo. Yo no soy consciente de estar mandando mensajes negativos, pero sí que es cierto que he acumulado demasiada frustración y que es posible que salga por todos los poros. No los reviso, por si acaso. El blog, que al fin y al cabo está abandonado, me parece más fácil (y menos representativo), y veo que alterno adecuadamente las etiquetas de "construyendo" y "nostálgica". La Chica Mariposa me envía mensajes preguntándome por mi alternancia de blanco y negro. Ha llegado un momento en el que igual debería ser yo la que piense un poquito cómo estoy, en vez de lo que tengo que hacer.

Podría hacer el enésimo resumen de noticias y hacer un balance con pretensión de objetividad, aunque todos sepamos que eso no existe. Casa nueva - mucho jaleo - casi terminado - paz, tranquilidad, sensación de victoria, bonito rincón en que vivir. Enésimo cambio vital - mucha nostalgia - mucha gente perdida por el camino - mucha gratitud por la gente que se queda - bastante sensación de pérdida - sensación de estar desubicada pero bien acompañada (a veces). Difuso proyecto de futuro - cambios de carácter - inseguridad crónica - buenas expectativas - sensación de valer lo suficiente para caer, de vez en cuando, de pie.

Creo que es suficientemente sintético, concreto y esclarecedor. Pero hay más.

La gente que se quedó por el camino aparece, de cuando en cuando. En forma de mail, en forma de personaje de Rohmer, en forma de marabunta celebrando un cumpleaños. Aparece y duele muchísimo, las cosas como son. El otro día hablaba con el Sociólogo Renegado de bancos de tiempo, y no se trata de eso. No se trata de los contactos como inversión. Se trata de que uno se acostumbra al papel que los demás juegan en su vida y luego, al readaptar la obra, siempre te falta un pie por algún sitio. [Sí, soy goffmaniana nata. Este era el tipo de cosas que escribía con dieciséis años, si lo pienso] Y faltan copas de vino, aseveraciones, runrunes incómodos incluso, rutinas, celebraciones.

Precisamente, celebraciones.

Esta tarde he conseguido ir con Blue a ver Celebración, de Pinter, después de un amago de dejà-vu con la de Beckett que me perdí el pasado diciembre. En primero me marqué no sé ni cuántas páginas sobre Pinter y el silencio con esa prepotencia de los dieciocho años y sin haber leído una sola página firmada por él mismo. Ahora creo que las entiendo. Me parece maravilloso ser capaz de no decir nada en absoluto y dejarme llorando como una niña, perpleja ante los personajes que circulan saludando entre las mesas. No pasa nada: son personas que cenan, y charlan. Señores, no vayan a verla. Hagan el favor de pararse a escuchar las conversaciones de la gente en los restaurantes, en los bares, en el autobús, y asombrarse, y llorar como niños.

La semana pasada, escuché a una madre repasarle los deberes a su hija por teléfono y comentar el examen. Implicada a morir. Era realmente como si estuviera sentada en la mesa, con ella. Pero no lo estaba. El tipo de madre que pasa cuarenta y cinco minutos hablando contigo sobre las manías de tu profesora y los enunciados que va a poner ya no puede sentarse contigo. Es lo que hay.

Y es una mierda repugnante.

Es una mierda repugnante que tenga que aterrorizarme ante los antecedentes familiares de menopausia precoz porque no tenga la más mínima garantía de poder tener un hijo antes de diez años cuando es lo que más deseo en el mundo. Es una mierda repugnante que el Chico de los Recopilatorios tenga más razón que un santo cuando asegura que la reproducción no merece la pena en los tiempos que corren. Es una mierda repugnante que nos hayan robado las vidas a todos mientras sonreíamos porque era la rehostia tener treinta años y poder seguir llevando zapatillas de deporte y camisetas con dibujos y juntarse con los amigos a jugar a la Play. Es una mierda que los marketinianos celebren a las familias DINK (Double Income, No Kids). Es una mierda que tengamos que echar carreras con nuestro reloj biológico y con los procesos de adopción. Es una mierda que, en general, no importe nada en absoluto lo que vales. Es una mierda que cuando encuentres un trabajo la gente considere que eres suficientemente afortunado como para que no tengas derecho a la queja cuando un psicópata juega contigo como herramienta para su ego.

Hace dos días, todo esto se concentraba en no poder parar de llorar, metida en la cama, pensando en que mis hijos no conocerán a mi abuela. Que mi abuela se mantiene fenomenal y joven y activa y ya ha hecho todo lo que tocaba por su lado y que yo no puedo dar ni medio paso por el mío. Que es un ejemplo irrelevante pero significativo.

Tengo 26 años y hace más de cinco que estoy hasta los pezones de la gente que no para de repetirme lo joven que soy. Porque con 35, en Maternidad, te llaman primípara añosa si tienes la osadía de estar teniendo tu primer hijo.

Si tengo suerte, pasaré los próximos cuatro viviendo a costa del gobierno (aún) dedicada a cagarme en todo lo que hay en el mercado laboral que me ha llevado a esta situación. Cuatro años que no garantizan más que la satisfacción personal de estar elevando una queja a no se sabe muy bien dónde. Bueno, y que tendré un "mayor riesgo de exclusión" del mercado laboral por prolongar mi situación de desempleada. Si tengo suerte, podré plantearme que irme a EE.UU. con gastos pagados es una opción de futuro y cerrar los ojos ante la posibilidad de volver con el rabo entre las piernas. Si tengo suerte, tendré que pelearme con mis amigos por mi trozo de pastel y muy probablemente me acabe convirtiendo en un ser retorcido y mentiroso que veo tan cerca que me da miedo.

Si tengo un poco menos de suerte, podré mantenerme en esta dulce esquizofrenia que vivo ahora, en la que por la mañana construyo los discursos que critico por la noche. O eso digo. Porque en realidad no encuentro las horas para criticar nada. Estoy demasiado cansada para seguir leyendo, y me meto en bucles de autorrealización ilusoria y compulsiva consiguiendo logros en Farmville, porque así soy yo, que me creo muy lista pero caigo en toda trampa que me encuentre. Supongo que, en cuanto me acostumbre y deje de cumplir con todos los puntos de los decálogos de malos hábitos para teletrabajadores, la cosa irá a mejor; y de hecho, de momento pinta como la mejor opción.

Porque el siguiente golpe de suerte podría venir de la mano de una oferta para volver a mi sector, y volver a tener cargo de conciencia y un nivel de estrés que hay quien tolera, pero no es mi caso. Que al menos me garantiza, si mantengo mi vida de estudiante actual cuando salga de la oficina, cierto colchoncito para los 30. Si no me echan.

Lo lamentable es que todos y cada uno de ellos serían golpes de suerte. Que estoy en una posición jodidamente envidiable. Que yo envidio a los que son listos y están becados y que 4 millones de personas y sus familias me envidian a mí. Que sigo siendo una privilegiada, como lo he sido siempre. Y eso me asusta. Porque no entiendo cómo coño se sostiene un sistema en el que esto es estar arriba. Y porque, insisto, nos han quitado el derecho a la réplica.

Yo quiero un sitio donde dormir, comer todos los días, y poner mi granito de arena por la supervivencia de la especie antes de que sea tan mayor que esté comprando papeletas para que la sangre de mi sangre se convierta en un vándalo por mi incapacidad de hacerle caso. Juraría que hace treinta años esto no era tanto pedir.

Me encanta mi vida tal y como es ahora, claro que sí. Puedo sentir nostalgia de ciertas cosas (porque las he tenido) y puedo tener aspiraciones (porque sé que existen), que no es mal punto. Aprecio mis rutinas, aprecio a mis personas, y aprecio lo que hago.

Sólo pido que no me obliguen a hacerlo el resto de mi vida.

Déjenme volverme adulta, por favor. Es lo único por lo que me quejo. Ser adolescente un rato, mola. Serlo toda la vida está empezando a ser insufrible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Habla tú también. No dejes que esto sea sólo un monólogo.