30.8.17

Vuelta al cole

No sé si las vacaciones pueden valorarse en número de cervezas, de kilómetros, de horas de sueño. Quizá deberían valorarse en sonrisas, y el Chico Wookie asegura que sonrío muy poco últimamente. Eso me preocupa, la verdad.
Seguramente tiene mucho que ver con lo que Mi Media Infancia ha bautizado como vida sin sal. Yo también estoy harta de horas sin aliñar.
No sé si crecer era esto. Dejar de sumar horas de conciertos y volver a sumar horas de parque; como a los 16, pero esta vez mirando el reloj.
Es graciosa esa sensación que una tiene de pequeña de que a los adultos nadie les dice lo que tienen que hacer y que son muy bobos porque nunca hacen lo que les apetece. Graciosa, sobre todo, por lo que tiene de cierta, pero también por lo complicado que es recuperarla cuando una ya tiene dentro ese tengoquétengoquétengoqué tan difícil de desprogramar.
He leído que un pueblo alemán ha decidido construir la vida en torno a los biorritmos en lugar de seguir trabajando al revés, y me parece un gran plan. Ojalá ser ya Presidenta Princesa y poder romper de una vez todos los relojes. Mientras tanto, me tocan seis meses de irónica sumisión; todo como último coletazo antes de saber si debo asumir que viviré eternamente con jet-lag, como aseguran por ahí.
Volviendo a las vacaciones, lo que sí tengo claro es que por una vez en muchos años he desconectado de verdad. Tanto, que este año me he puesto enferma al volver en lugar de al irme. Así que, sin duda alguna, han sido unas excelentes vacaciones.
Mi cerebro ha entrado ya en modo vuelta al cole. Ayer soñé (dos veces) que estaba en plena mudanza y que debía volver a tirar todos los objetos de los que me he deshecho desde que era pequeña. Aquellas interminables limpiezas de buhardilla parecen seguir marcadas en mi subconsciente como banderín de llegada a la meta: el final de verano.
Vuelta al cole, en fin. Con mucho proyecto sobre la mesa, muchos planes sin definir, y una cierta sensación de que el uniforme escolar me queda grande que no ha desaparecido en estas semanas.
A cambio, parece que el cansancio sí se ha mitigado, y por una vez no me importa tanto hacer las cosas bien como no desfallecer en el intento. Como propósito no esta mal, desde luego.
No desfallecer.
Echar sal.
Dejar que la rutina me meza en lugar de atarme.
Mirar hacia delante pero no dejarme encandilar por el horizonte, que siempre es inalcanzable.
El siguiente paso es mucho más importante que el último.
Feliz septiembre.

27.4.17

Terrorismo

Lo terrible del terrorismo no son los ataques, sino el efecto que estos tienen en los intervalos "de paz". Cómo el control se extiende en el tiempo durante plazos insosteniblemente largos. Tan largos que llega un momento en que ni siquiera eres consciente de que tienes miedo.
Yo no tenía ni idea de que siguiera teniendo miedo, tantísimo miedo. Mal sabor de boca sí, claro; una referencia en clase de autodefensa que te hace tener que salir a fumarte un cigarro mirando al vacío por no mirarte dentro; un nombre gritado en la plaza que te retuerce el esófago como si fueras a vomitar; una tristeza sorda, generalizada, al ver algunos nombres en el feed de Facebook. Y sí, algo de prudencia, creía yo; la incapacidad de respirar al tener un desacuerdo en la cama, el recelo ante los "y si...", las pesadillas que te recuerdan que nunca más.
Pero no este miedo atroz con el que ahora sí conecto. Esas palabras retorciéndose para hacer eco en todas mis esquinas, "tú no sirves para novia".
Y ahora me despierto con el silbido de una de mis canciones favoritas, y bailo en la cocina, y celebro el cepillo de dientes de más, y quiero vaciar los cajones, y de pronto tengo unas ganas inmensas de llorar como si aún estuviera peleando por un hueco en aquella casa en la que no quería vivir. Y hablo en plural y hago planes en singular porque no hace falta usar los tiempos verbales ni los pronombres como cuchillas, porque todo es fácil y bonito y ya, y hago y hacemos indistintamente; y tengo unas ganas inmensas de llorar como si aún tuviera que hacer cuentas con la agenda para rendir cuentas sobre cuándo, cuánto y quién. Y pongo lavadoras y friegan el suelo y los cuidados salen solos y tengo ganas de llorar como si aún tuviera que explicar que el problema de los supermercados es mío y es de siempre y saber que nunca me creen. Y escucho canciones propias y ajenas y planeamos conciertos y tengo ganas de llorar como si aún tuviera que estar a la altura de un listón que no para de subir mientras no me dejan pasar ni por encima ni por debajo y mucho menos tocarlo. Y hablo sin parar y escucho sin parar y tengo ganas de llorar como si aún estuviera saltando a la comba en un campo minado en el que en cualquier momento va a empezar otra vez esa maratón de reproches y tuviera que negar mi vida tres veces antes de cantar el gallo.
Y tengo ganas de llorar porque me doy cuenta de que no creía que esto fuera posible, de que me había roto, de que me quedé donde me dejaron, "mis ex están todas locas", conversaciones infinitas por Messenger porque no te pueden romper el corazón sin tocarlo siquiera, poner kilómetros por no poner límites.
Y tengo ganas de llorar porque soy asquerosamente feliz y algo dentro de mí ha seguido pensando todos estos años que no me lo merecía.
Y joder si me lo merezco.