Mostrando entradas con la etiqueta introspección. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta introspección. Mostrar todas las entradas

20.8.13

Arqueología emocional

Yo tenía doce años (creo), y tenía que hacer un dibujo con ceras blandas. Una especie de pesadilla de doscientas gamas de verde. Le dije a la profesora que me había dejado el bloc en casa pensando en hacerlo tranquilamente en vacaciones, porque era justo antes de Semana Santa. Al cabo de una semana de vacaciones tuve que empezar a levantarme a las 4 de la mañana para hacer el puñetero dibujo a escondidas.

En ese momento empezaron mis problemas para dormir.

Uno se pregunta siempre si fue antes el huevo o la gallina, y lo que ocurre es que huevo y gallina tienden a ser consecuencia de otra cosa. Relaciones espurias.

El Parador de Montañas Rusas me puso deberes para septiembre. O dejábamos de vernos, dado que ya estaba bien, o, si nos veíamos, iba a ser para buscar patrones. Hablar de la familia. Volver a la infancia, a la preadolescencia. Pero tenía que estar dispuesta. Acepté. Cómo no aceptar, considerando que ya he visto a dónde me llevan los patrones.

Y se fue un mes de vacaciones. Y yo empecé a salir como si no hubiera mañana ("Transmites una energía increíble. Como si el mundo fuera tuyo, todo el tiempo", decía Mi Media Infancia el otro día, en la terraza, precisamente el findesemana de yanopuedomás, el día de nopasanadasinosperdemosalasnancys). Y a venir a trabajar a cuatro patas. Y a pasar las mañanas mirando el monitor como si fuera de otro. Y las tardes en coma en el sofá. Y las noches en las fiestas. Y vuelta a empezar, y un día, y otro, y bocatas de lomo con queso, y tinto de verano, y clara con limón, y mojitos, y pizza, y bocadillos de jamón, y así.

Hasta que un buen día dije que no podía más y decidí saltarme un festival, y me fui a comprar verdura, y empecé a tomar el sol y a salir de día. Más o menos.

Ahora sí, dos días en casa consecutivos después de haber salido 29 días de 31 justo antes. Batidos de fruta, ensalada, pisto con huevo. Y lectura intensiva. Porque, como a los 12, después de un mes de vacaciones no he hecho los deberes. Y la angustia, y el tengoqué, y el Animal Crossing llamándome, y las tres temporadas de 24 que me he ventilado en una semana.

Patrones.

Y veo que siempre he sido así. Que mi control no tiene punto medio. Que o como mal, duermo mal, me porto mal y lo paso bien, o como bien, duermo mucho, me porto bien y me pongo triste.

Pero no tengo necesidad de hacer una Ley General de la Existencia de todo esto y me quedo con que llevo dos días muy sanos. Porque tenía mucho miedo, pero la verdad es que releer el periodo 95-98 ha sido precioso. Que me entran ganas de viajar en el tiempo y abrazarme y decirme que no soy tan mala, que lo he hecho bien, que ser libre es una pretensión perfectamente aceptable y que claro que tengo personalidad. Con sus pros y sus contras. Que he sido capaz de mantenerla. Tengo ganas de darle las gracias por todo lo que me está enseñando quince años después. Gracias, Pequeña Yo, por tu autenticidad. Por tus ganas de luchar, por tus sonrisas de mentira y tus sonrisas de verdad, por ser una Lolita inconsciente, por enseñarme todo lo que he descubierto sobre esa especie extraña denominada personas. Por ser incapaz de leer las señales y moverte todo el rato a ciegas por el mundo, porque has conseguido labrar tu propio camino. Por querer tanto a los demás, por fijarte unos objetivos que a día de hoy siguen siendo relevantes e importantes y confirman que mis decisiones están bien tomadas.

Pequeña Yo, eres absolutamente querible. Nunca pensé que diría esto, pero lo cierto es que eres entrañable, y muy lista, y muy buena persona. Y que tengas una capacidad de procrastinar inigualable no anula todo eso.

Pequeña Yo, todo va a ir bien, y es gracias a ti.

6.8.13

(Your) Life is a lie



Estos chicos sacan videoclip, la Chica Con La Que Pude Coincidir pregunta si será cierto, y yo no puedo evitar pensar en la cantidad de personas que utilizan aquello de tuvidaesunamentira como arma.

La vida de todos es una mentira, señores. La ilusión biográfica, lo llama Bourdieu. Que viene a ser, resumiendo, que nos engañamos para que todo tenga sentido. Steve Jobs habla de esos momentos mágicos en los que se unen los puntos como si existieran, pero no existen. Nos los inventamos, básicamente. Miramos hacia atrás, y nos apoyamos en esa memoria selectiva que todos tenemos (salvo Mi Media Infancia, que tiene una memoria absoluta con la que la mayoría de nosotros no podríamos vivir) para olvidarnos de todo lo que no nos cuadra.

Nos miramos al espejo y afirmamos alto y claro "Yo soy así", y es mentira. Somos seres cambiantes, incoherentes y ridículos. Nada más lejos de la idea de lo esencial.

En estos tiempos del vivirparacontarlo, lo de la ilusión biográfica va a más. Me resulta tremendamente desconcertante que me digan "te sigo por Facebook, así que ya sé cómo te va". ¿Cómo vas a saber cómo le va a alguien por una serie de mensajes puntuales, impulsivos, e incoherentes? Pero, en realidad, hace lo mismo que harías tú si respondieras a la pregunta: le da sentido a todos esos momentos sueltos y hace un balance que permite saber si te va bien o mal, qué quieres cambiar en tu vida, o cuál de las novedades que te han pasado es más importante.

Nos mentimos, mentimos a los demás, los demás nos mienten a nosotros.

Pero y qué. Lo que verdaderamente importa es que funcionan. Que las contamos fenomenal. Que las creemos, las disfrutamos y las vivimos, como los sueños o la buena ficción. Que nos identificamos con ese yo esencial que anteayer no existía, y es suficiente.

Cuando uno es un buen narrador, puede construirse una vida tan maravillosa que la sonrisa no se le cae de la cara, que siente cosquillas en el estómago al levantarse por la expectación ante las cosas nuevas, que canturrea cuando anda por la calle, que quiere más a los demás y se hace querer más.

Que sea real o no es totalmente lo de menos.

3.1.12

Regresiones

He tenido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos. 
A. Pizarnik  

Hace tiempo que vengo diciendo que me he trasladado a mi propia adolescencia. Disfrutar de montar en bici, de jugar a videojuegos... Lo cual es, en realidad, bastante más infantil que adolescente, en mi caso al menos. Sí es adolescente la confusión, la cerveza, el trasnochar; o debería serlo, tal y como yo quiero recordar mi adolescencia. Porque supongo que en el fondo tampoco se parece tanto a esto que pasa ahora, a destiempo y sin edad.

Lo que sin duda es tremendamente adolescente es la forma en la que ha cambiado la relación con mi cuerpo. Mirarme al espejo es una experiencia cada día, como durante esos años en los que tanteas por las mañanas, en espera de descubrir qué parte de tu cara habrá crecido desproporcionadamente durante la noche.

Recuerdo ahora una foto, en realidad más infantil que adolescente, que mi madre adoraba y en la que yo no podía reconocerme. Miraba esa nariz y esa barbilla y me preguntaba de quién serían y qué pintaban debajo de mis ojos (afortunadamente, estos sí, reconocibles). Recuerdo algún libro, o revista, o cualquier otro soporte de consejos baratos, donde hablaban de cómo vestirte, de ese punto medio entre la niña que querías no ser y la mujer que desde luego aún no eras. Esos tropiezos con tus propias extremidades, con los objetos de tu casa que dos días antes eran transparentes de tanto haberlos visto, y que ahora estaban sistemáticamente en medio. Los cardenales.

Recuerdo pasar horas mirando mis manos y preguntándome qué aspecto tendrían si las mirase por primera vez.

Recuerdo haber deseado, muchas veces, ser una de esas cabezas flotantes en tarros de vidrio, recuerdo haber querido no tener extremidades inferiores.

Recuerdo sorprenderme al andar por un camino hecho con rutinaria precisión durante años, preguntándome de dónde sacaba la capacidad de caminar sin pensar. Y recuerdo, claro, tropezarme inmediatamente. Recuerdo cómo me desaparecían las rodillas cuando pasaba frente a un grupo de gente de mi edad, me mirasen o no (tampoco miraba para descubrirlo).

Y quince años después, lo recuerdo con nitidez porque me siento casi igual que entonces. Me miro al espejo y descubro en mi cara la de mis tías, y me asusto inmensamente hasta que vuelvo a verlas y compruebo que la distancia es la misma que hubo siempre. Y entonces me vuelvo a asustar, porque mantener la distancia no quiere decir, por supuesto, que estés en el mismo lugar; y los puntos de referencia se mantienen de una forma brutalmente irónica, y de pronto estás donde estaban ellas cuando tú empezaste a tener un recorrido que hacer; y eso da un miedo atroz.

Miro mi armario y me pregunto quién lo ha llenado. Me visto igual de despreocupadamente que siempre, pero antes o después alguien señala mi profunda anacronía y me obliga a retroceder y a reconocer que llevo el jersey con el que quería parecer mayor cuando era mucho más pequeña y que ahora, aunque yo no entienda cómo ha sido, me hace, evidentemente, pequeña.

Todos estos cambios de tamaño (mentales, metafóricos) se suman a otros tantos cambios de tamaño (reales, pequeños, significativos a pesar de todo). Recuerdo a mi compañero de detrás en los años de la ESO, cuando jugaba a adivinar qué aspecto tendría yo con veinte años, y yo me ofendía sin saber que tenía razón, que tenía incluso más razón de la que él pensaba, y que con veintisiete me parecería más a lo que el veía cuando teníamos quince de lo incluso él podía suponer.

Es como si después de tantos años de reírnos de Chabeli Iglesias resultase que tenía razón y tuviésemos que dedicar, no uno, sino varios discos enteros, a aquello de "de niña a mujer".

De pronto, decisiones frívolas y ridículas como maquillarte o no, o comprar unos zapatos, se convierten en un problema porque significan asumir una determinada edad. Mirarte al espejo y mirar a todas aquellas niñas y decir: "Ya estamos aquí. Y ahora qué".

A veces siento que mi yo-pequeño estaría muy orgulloso de mi yo-mayor. De las clases de teatro, de la batería, del pisito, de Vespa, de los baños con espuma, de la agenda repleta, de las salidas culturales, de los ataques zen en las cenas familiares, de mi trabajo de vaqueros y deportivas (aunque, reconozcámoslo, habría estado más orgullosa si en la evaluación hubiera elegido la pastilla azul), de las sonrisas, de los paseos por el Retiro, del submundo virtual. Que suena bien y apetecible y que tendría muchas ganas de tener veintisiete y hacer todo eso.

Otras veces pienso que tendría que reñir a mi yo-pequeño por no haber hecho todo eso, por esperar a cerrar puertas y abrir ventanas y tapar hoyos y coser heridas, por no habérselo currado lo suficiente para que no tuviéramos que andar, las dos, mirando a mi yo-más-mayor-aún y preguntándonos si lo de hacer coletas y responder por qués y preparar purés y besar rodillas raspadas era en broma, o qué.

Y me apetecería mucho poder mirar por un agujerito y preguntarle un par de cosas a mi yo-de-los-cuarenta. Entre otras, si realmente cumplió la promesa de seguir cumpliendo 27 años para que este fuera el momento mágico en el que daría tiempo a hacerlo todo.