31.7.10

Año nuevo

Hace unos días me caí con todo. Cuando digo con todo, digo CON TODO. Según el libro de autoayuda definitivo, es un síntoma clarísimo de haber acertado con la tecla. Exacto. Llevo años trabajando para encontrar ese punto, ese origen. Lo he encontrado. Todas mis resistencias se han multiplicado por dos mil, pero he ganado. De momento, he ganado.

Mi propósito principal este año es no darle la espalda a lo que ha pasado. Tengo que dejar de dar rodeos y excusas y buscar interpretaciones paralelas. Ya está, El Problema era ese. Así que según llegue septiembre y mi pequeño psicólogo y yo estemos ambos en el mismo lugar, habrá que tratarlo. Mucho. Pero con él, no con extraños. No puedo separar esta fase como si no formara parte del resto del tratamiento. Esta es LA fase. Esto es para lo que estaba yendo.

La idea es que cumpla los 27, que siempre han sido un número mágico para mí, con este problema resuelto. Y después, probablemente haya crisis y bajones y lo que tenga que ser. Pero quiero marcar un antes y un después. Propósito #1.

Propósito #2: decir las cosas. Decirlas de verdad y decirlas cuando toca, antes de estar demasiado enfadada como para poder decirlas en lugar de gritarlas o soltarlas irónicamente rezumando maldad por los colmillos. Decir las cosas. No temer el conflicto por fuera porque al final sólo me trago los conflictos a nivel interno, que es una mierda ridícula y que no lleva a que se arreglen. Ejercicio: ayer en la peluquería, por una vez, le dije doscientas veces a la tía: "No me estás entendiendo. Por detrás, mucho más corto". El resultado no me satisfizo y me dio un arranque de autosuficiencia que ha desembocado en una masacre capilar, pero al menos me planté. No entiendo esa cosa rara que se da en las peluquerías por la que al final dejamos que hagan lo que quieran con nosotros. Somos los clientes, oiga.

Propósito #3: juzgarme un poco menos. Mucho menos, en realidad. Procurar hacer lo que me apetece, dejar de tener miedo a todo lo que me rodea, dejar de mirarme con ojos ajenos (y con ese ojo ajeno instalado en la mirada propia) y dedicarme a hacer de todo lo que ahora es un reto algo sencillo y normal. Permitirme equivocarme sin el Agujero Negro posterior.

Propósito #4: orientarme. Que igual no me dan la beca de mi vida, pero entonces estaré en madriz, que es donde quiero estar ahora mismo, y ni tan mal. Sentirme cómoda con mi Plan B. No concebirlo en términos de fracaso. Por dios, basta ya de fracasos y de castigos.

Hay más, como siempre hay más, pero esos son pequeños y, de momento, son míos.

Pequeña yo-misma, feliz cumpleaños.

17.7.10

Tratamiento de los personajes, vol. I - La Chica Casi Trilingüe

Dicen los diarios (yo no lo sé; nunca los leo) que todo empezó cuando me acerqué con un "si estás aquí en navidades pégame un toque y tomamos unas cañas". Como los diarios mienten, lo que pasó en realidad fue que en mi clase había una chica que se parecía muchísimo a lo que yo quería ser de mayor, y que, en mi afán habitual de anticiparme, tenía miedo de no llegar a conocer (y hablamos de diciembre, nada menos).

Para mí (e incluso, si nos ponemos estrictos, podríamos decir "en realidad") todo empezó en el Mono, como debe ser. [OFF-Topic para neófitos. El Mono no existe, no como tal. Es el seudónimo de un bar donde se me puede encontrar al menos tres días a la semana, y donde hoy he descubierto que saben mi nombre, detalle entrañable en unos dueños con los que nunca me he parado a hablar] En el Mono, con unos vinos; también como debe ser. Porque la Chica Casi Trilingüe, como cabía esperar de un modelo a seguir, bebía siempre vino blanco (siempre, no. Pero de eso nos enteramos mucho después). La Chica Casi Trilingüe nos enseñó a pedir un rueda en vez de un vino a secas, y, por si algún día bebemos tinto, a pedir un ribera en lugar de un rioja.

En fin, hubo vinos y disquisiciones sobre Dinamarca, y esa sonrisa que te sale cuando te alegras de descubrir que no te has equivocado con alguien.

Esto fue muy, muy al principio. Antes de que hubiera un Triunvirato Diabólico (Chica Casi Trilingüe + Chica Mariposa + yo misma), antes de que el Rey del Laboratorio dijera aquello de "de triunvirato nada, que el de los pelos" (a.k.a. el Sociólogo Renegado) "tampoco se libra".

Hubo también una noche que duró poco, una noche atípica, de ella, el Chico Samba y yo, en el bar de los fachas, bebiendo vinos. Una de esas noches de vomitar verdades de la que aún no sé muy bien si me arrepiento. Un ataque de compartir cosas que luego en el fondo crees que es mejor que nadie sepa y que tú misma no recuerdes. Pero, en fin, que unen. Las cosas como son.

Y luego hubo un bache, claro que lo hubo, que vino en forma de competición que no era tal, sino más bien un regodeo ajeno por una competición que no existía, porque una no compite con sus ídolos, porque si había que elegir las dos pensábamos que él era caballo perdedor. Acertábamos, por otra parte, pero no lo sabíamos todavía. Y de vez en cuando, se nos notaba mucho que no lo sabíamos.

Pero en fin, lo que diferencia a un bache de un agujero negro es que la materia no se queda dentro. Somos materia. Ella me lo recuerda, igual me recuerda otras muchas cosas. Ella habla del yo-espejo (y me da igual cómo lo llame porque no hace falta que todos leamos lo mismo) y me explica muchas cosas. Ella habla de las caras enfrentadas de la moneda y yo puedo relativizar ciertas situaciones familiares con las que hasta ahora no sabía lidiar. Ella habla de las demasiadas ganas y de las pocas ganas, suyas y de sus personas cercanas, y yo pienso en cosas que debería haber pensado antes para luego llegar a una conclusión bastante tranquilizadora. Ella habla de la pirámide de Maslow y de que es complicado ir hacia atrás en ese eje, y yo tomo decisiones. Ella me escucha hablar de planes vitales y los fija. Ella hace que yo tenga ganas de escribir y que me sienta capaz de hacerlo.

Pero, además de todo eso, ella dice "Oh, shit" cuando se derrama vino en los dedos; ella se muerde nerviosamente el lado de un pulgar cuando no sabe cómo expresar lo que va a decir a continuación; ella dice "en definitiva" y sentencia las conversaciones cuando en realidad no era su intención; ella se entusiasma con las tiendas vintage y siempre tiene un aspecto maravilloso (aunque se queje de que siempre alabo la ropa de su hermana, es ella la que elige qué prendas "robarle"); ella tiene todo tipo de anécdotas que me hacen fantasear con películas antiguas; ella tiene la voz más dulce del mundo (bueno, vale: después de la de la Profesora ProIntersexual); ella sonríe y parece que se acaba de levantar; ella se ríe y me hace sentir la persona más maravillosa del mundo porque he conseguido provocarlo.

Y ella, tonta de ella, al mismo tiempo cree que existe una posibilidad aunque sea diminuta de que yo vea que no llama y deje de llamarla. Como si pudiera prescindir de "la chica que yo quiero ser cuando sea una mujer". Sólo faltaría.

13.7.10

Hipocondria

Esta madrugada, el Becario me suelta que "Hoy notarás que las personas no están siendo muy compresivas con tus sentimientos. Es muy posible que estén más sensibles a los hechos e información que a las emociones. Puede ser que necesites un traductor para hacerte entender con la persona con quien tratas de comunicarte".

Por la mañana, el psicólogo me dice que quizá se trate de estar triste: de conectar con cómo me siento, aunque sea negativo, en lugar de refugiarme en mi irritabilidad, que, al fin y al cabo, es otro bucle negativo.

Por la tarde, la médico me asegura que no estoy enferma, que mi saturación de oxígeno, mi auscultación y mi garganta son normales, y por tanto no hay ningún motivo ni para no poder respirar ni para que me duela la garganta.

Salvo los dos primeros, claro. Pero eso ella no lo sabe. Igual es momento de volver a ver a Dios.

9.7.10

¿Y tú, cómo corres?

9 de julio. Viernes. 9 de julio. Viernes.

Llevo montones de horas repitiéndome que ya estamos en julio. Que iba a ser en cualquier momento. Preguntándome qué pasaría si no estaba preparada. Imaginando worst-case scenarios uno tras otro. Pero, como suele ocurrir, había uno que no estaba previsto. Y por más que me despierte a las siete de la mañana y me recuerde por qué quiero ir allí, por qué es importante lo que quiero hacer, y por qué es importante que lo haga yo, con todos mis nervios y todas mis cosquillitas en la tripa, no sirve de nada si no llaman.

Y, de momento, no lo han hecho.

Francamente, no entiendo qué puede pasar para que no sea considerada ni siquiera como opción. Salvo el hecho indiscutible de que no me conocen. Mierda. Me lo he jugado todo a una gente que no me conoce. Se me ocurren excusas, una tras otra. Peticiones de referencia sin contestar. Ese maldito 7,8 del que nadie me avisó que no sería suficiente. Quizá ya hay alguien que esté siguiendo una línea similar de investigación. Quizá están priorizando las otras áreas de estudio. Quizá no les inspira confianza que sea publicista. Quizá hay más gente en el máster de la que yo creo, y tienen prioridad.

Pero, por debajo, pienso en ese código reciente de "el candidato no cumple con los requisitos solicitados". Me planteo por una vez que es posible que me haya sobrestimado.

Me he pasado el año diciendo que no soporto las competiciones. Mentira. Lo que no soporto son las evaluaciones. No puedo con ellas. Tengo un autoconcepto peligrosamente frágil. Puedo vivir conmigo misma tal y como me intuyo, pero probablemente no tal y como soy objetivamente. Conmigo, lo de enough is enough es una gigantesca falacia.

No sé si es un recuerdo real o construido. El caso es que yo era muy pequeña y que lo único que quería hacer era ir al cole como todos esos niños que pasaban frente a mí en el parque. No, esta parte no la recuerdo, esta es recreada. El caso es que llegué al cole. Que el resto de los niños no disfrutaban lo más mínimo de estar en el cole. Que no sabían leer y que no les preocupaba en absoluto. Yo recuerdo, esto sí que lo recuerdo, que mi padre tuvo que explicarme gráficamente a qué velocidad se publicaban libros para que entendiera que no podía leérmelos todos. Pero era mi meta. Leerme todo libro publicado. Incluso creo que dije una vez que debería haber un Nobel de Literatura Infantil para que yo pudiera llevármelo escribiendo cuentos para niños. Autocrítica, la justita. Iba camino de ser una empollona, pero no de las de película americana, no tanto como paria social (que fue al fin y al cabo lo que terminó pasando), sino de las de despreciar toda inteligencia inferior a la mía o simplemente orientada a fines distintos. Yo iba a leerme toda la literatura jamás publicada y a ganar premios que no existían. Era muy buena, y lo sabía.

Un buen día, mi madre, preocupada por mi soberbia, dijo la famosa frase: "Y tú, ¿cómo corres?". Siempre he sido el pato mareado que soy hoy, tropezándome con las suelas de mis zapatos, con los pies hacia dentro, las rodillas débiles, y una capacidad psicomotriz limitadísima. Atacó donde debía. Efectivamente, el resto de los niños hacían cosas tremendamente difíciles como si no lo fueran, como si genéticamente estuviéramos preparados para correr, saltar, tener amigos y reírnos de chistes sin gracia.

No me entiendan mal. Sé que tenía que hacerlo. Ella no podía prever que yo fuera a reaccionar como lo hice, ni que fuera el inicio de mi autoexclusión. Obviamente, yo era la rara. El resto de los niños corrían, no leían, no escribían cuentos. Lo adecuado era lo otro. Todo eso para lo que yo estaba totalmente incapacitada.

Pero al menos me quedaban los libros.

Acabé mi primera novela con once años. Cuando se la dejé leer a mi madre, me dijo que si pensaba tomarme en serio lo de escribir, como mínimo tenía que mejorar los diálogos. No era fácil, eso. Yo no era muy de hablar con otra gente. Pero el consejo era bueno. Y me lo tomé a pecho; tan a pecho que diez años después, cuando acabé mi primer guión de largometraje, uno de los personajes implicados (los escritores y nuestra poco ética relación con la realidad y la privacidad) me dijo que no entendía cómo había sido capaz de escribir conversaciones en las que yo no había estado y hacerlo tan real.

Yo no sé correr. No sé bailar. No sé cocinar. Me cuesta un esfuerzo ridículo comportarme con naturalidad entre un grupo de personas. No entiendo de música, ni de cine, ni de arte, más allá de mi asistemática memoria, que se queda con nombres bastante absurdos y que obedece a un criterio estético como mínimo dudoso. Pero, joder. Estudiando, soy muy buena. No me siento muy orgullosa de ello, pero lo cierto es que necesito serlo. Porque es lo mío, porque si fuera por el resto, lo mismo daba que existiera o no.

Y, francamente, si ni siquiera soy una opción para estos señores, la pregunta es qué cojones me queda.

7.7.10

Lo que hemos crecido

Poco a poco me acostumbro a esta despedida permanente para la que robé la expresión de Risto de "morir por fascículos". Esto no es abandonar un sueño, ni mucho menos. Seguramente si hablase de abandonar sueños tu recurrirías a uno de tus efectivos y sencillos noes y se acabaría todo plan de autosabotaje que me rondase la cabeza. Pero se hace largo, y además a ratos tengo la impresión de que en el fondo no te vas a ir nunca, que ese mañana será siempre mañana y nunca hoy, y que puedo mirarte dormir con toda la calma del mundo.

Me has enseñado lo que son vacaciones. Vacaciones es obligarme a ignorar mi ataque de nervios de las siete de la mañana para acurrucarme a tu lado y remolonear hasta que suena tu despertador, dormirme cuando me descuido detrás de todo mi parapeto de angustia y me encuentro bien y me siento protegida. Despertarme cuando te oigo toser en el sofá y acercarme a ti arrastrando los pies y las legañas. Decirte que me voy sin ganas y quedarme sin que insistas. Tumbarme en el sofá y ver por encima de tu hombro, o mejor, de tu cadera, en qué trabajas. Ponerme pesada para que cambies unas palabras por otras y luego decirte que no me hagas caso. Enseñarte a usar los atajos de teclado. Fumar perezosamente el primer cigarro del día mirando a través de la reja de tu ventana. Recorrer por enésima vez la estantería del salón con los ojos, y preguntarme por Gombrich.

Me llamas sabihonda, y luego me envías canciones de manouche. Te ríes de que mis lecturas de verano contengan a Elias y a Benjamin, pero luego te despiertas y mientras hablo con Blue, tú hojeas las Tecnologías del yo. Puedes encontrar cualquier referencia que necesite en cuestión de horas, pero nunca has oído hablar de los cíclopes del capítulo 7.

Ayer me preocupaba el amor sin coincidencias de Anne y Nick. Tu francofilia y mi anglofilia, tu profundidad y mi frivolidad. Nuestros opuestos sentidos del humor. Cómo es posible que tú y yo nos gustemos. Tú me mirabas con una de esas caras que prometes que no significan nada, de monigotes que pasan, y que desde el otro lado de tu piel son caras de saber las respuestas y no querer compartirlas.

Pero y qué más dan las coincidencias, cuando podemos reírnos como este mediodía.

Pienso en febrero y pienso en ahora, y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Como si hubiéramos crecido, como esos niños a los que hace mucho que no ves. En realidad no sé si crezco o menguo; sólo sé que es para bien. Que me encanta tu mezcla de cinismo e ingenuidad, tu pragmatismo incluso cuando me acusas de pragmática.

Me gusta que me sorprendas con tus québienseestáaquí, que tan poco te pegan. Que sigas llamando "moñeces" a las cosas que ahora haces tan a menudo, como sin darte cuenta. Que me recuerdes todo lo que valoro cada anécdota que me cuentas. Esta sensación casi tramposa de pensar cuánto te conozco de la que a ratos incluso quiero presumir.

Hemos pasado de abandonarme a mi suerte a llevarme en volandas. De ponernos nerviosos a hacernos reír. De las barreras a necesitarnos.

Y me siento mucho más orgullosa de esto que de cualquier otra cosa que haya conseguido este año. Y no han sido pocas.

1.7.10

Tiempos de mudanza

Ayer, el día fue una locura de esas que no sabes muy bien cuándo se te ha ido de las manos. Pese a que el Chico Escritor insista en que vivo en otro planeta y por eso me entero de cosas que no existen y omito perfectamente las que sí están pasando, creo que el problema básico ha sido que no me entra en la cabeza que un sindicato deje a toda una ciudad paralizada con la que está cayendo, con las entrevistas de trabajo que se pierden, con la excusa perfecta para despedir a ese trabajador que es impecable pero hace unas semanas has decidido que sobra.
Así que sin metro y sin nada, salvo la perplejidad y esta mala leche que me acompaña últimamente como un novio celoso día sí, día también, me dispuse a enfrentar las despedidas, la enésima tanda de despedidas. Qué agotamiento emocional, este de mantener la intensidad tantas semanas seguidas. De estar haciendo los trabajos que deberían abrirte la puerta sin saber si hay puerta o no, sin saber si son tus últimas investigaciones, queriendo ser brillante sin conseguirlo, queriendo ser coherente sin conseguirlo, queriendo ser interesante sin conseguirlo. De encontrarte con un trabajo que no tiene mucho que ver con el que había en tu cabeza pero del que sientes un cierto orgullo de madre, de la inseguridad por si el profesor X decide que tu bebé es feo, con lo doloroso que ha sido el parto. De hayqueirporqueeslaúltimavez. De cañas y cenas y comidas. De no saber qué día es ni qué hora, de que los sitios a los que vas siempre cierren sorpresivamente y no ayuden a que te ubiques. De abrazos y lágrimas y hablar muy deprisa porque se nos va el tiempo. De noes gritados ante temas que acaban saliendo después y sobre los que en realidad no sabemos muy bien qué decir.
Me desperté mala, en cualquier caso, porque sólo yo soy capaz de quedarme con el resfriado de alguien como recuerdo y hacerlo tan feliz, y eso ayudó. La intensidad se fue a tomar viento. Caminamos sin parar hasta una parada de autobús y una continuación de trayecto a pie a Marqués de Vadillo. Un abrazo rápido y una conversación aún más rápida, un "si estás en Madriz nos vemos" y poco más. Foucault en el autobús, la cabeza a punto de estallar, llegar a casa y acostarme por enésima vez, porque me da la sensación de que es de las pocas cosas que hago bien últimamente, meterme en la cama (dormir, ya no. Pero eso ya lo he dicho).
Grandes intenciones que se ven destrozadas por la cabezonería de caseros ajenos. Quedar en Atocha a la misma hora a la que los sindicalistas ya mencionados tienen pensado cantar la Internacional y producirme un deseo creciente de matar personas indiscriminadamente. Atascos. Masas de gente que no sabe qué hacer. Un montón de cosas desagradables.
Y la sorpresa, peor, de que no hay furgoneta reservada, de que no quedan furgonetas en Madriz. Porque todo el mundo se está mudando. Una especie de sensación de pérdida de esa muchedumbre nómada que estamos perdiendo sin ser conscientes. Una especie de sensación de empatía con los madrileños en estado de pérdida que están viendo irse a sus amigos. Una oleada de sensaciones raras producida por una simple falta de existencias furgonetiles. La emoción a flor de piel es lo que tiene, que te rescata cualquier cosa y la convierte en trascendente, sin pedir permiso.
Una discusión ajena con un casero que nos coloca al Sociólogo Renegado y a mí tomando batido y patatas en un parque y hablando de todo un poco. La sensación de que es posible que esté surgiendo una rutina nueva. La sensación, desagradable esta vez, de que no es momento de empezar rutinas sino de terminar trabajos. Mosquitos, aunque eso sólo lo sabré al día siguiente.
Un viaje en autobús y un caminito desde Castellana. Un plato de pasta bolognesa que me hace sentir orgullosa de mis habilidades culinarias hasta que somos conscientes de que éramos tres y la única solución que se me ocurre incluso con antigripales es calentar una tortilla precocinada. Una pena, fue bonito mientras duró. Agotamiento descomunal. De nuevo, el cansancio lo hace fácil: un abrazo, un "nos vemos en septiembre entonces", y se acabó.
Aunque sigan quedando 48 horas y 5 páginas, lo cierto es que está casi todo hecho, y que hemos sobrevivido, y que se suponía que ese era el mensaje terapéutico subyacente. Oído cocina.

Complejo de Ava Gardner

Hay que ver lo poco que cuesta coger una costumbre y lo difícil que es abandonarla.