2.12.09

El día en que Freud me salvó la vida

Si es que no se puede ser tan terca. Una tiene tanta terapia acumulada, que cuando un psiloquesea te pregunta por tu padre se coloca automáticamente en el lado malo de los profesionales mentales, y a partir de ahí no encuentra más que rechazo por tu parte.
Y sin embargo, un buen día, Freud acaba por vengarse. Vaya que si se venga. Y cuando tú te encuentras desesperada después de cuatro días de darle vueltas a la cabeza hasta que parece una olla exprés, va alguien y consigue hacerte hablar del hecho de que tu padre se va a vivir a otro país. Y hasta lo interpreta en clave generalista, y es capaz de explicarte qué emociones hay en juego en ese cambio, qué piezas se te están moviendo y desencajando por dentro, y por qué haces según qué cosas.
Y es que el etiquetaje es una cosa peligrosísima, y, ciertamente, si no va a haber nadie que te diga que eres estupenda, más te vale no ser estupenda.
Muy especialmente si te estabas sintiendo bastante estupenda.
Es increíble lo retorcido que es el ser humano a veces, y, sin embargo, la enorme cantidad de sentido que tienen las acciones más aparentemente absurdas.
El caso es que puedo autoproclamarme la reina del sabotaje en lo que se refiere a mi autoimagen, y que no quiero hacerlo.
Voy a sentirme bien conmigo misma aunque nadie me ayude a conseguirlo.
Y eso pasa por hacer las cosas tal y como querría hacerlas.
Y ahora que sé por qué las hago al revés, parece todo bastante sencillo.
Que vivan Freud y todos sus discípulos.

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