16.1.08

Tormentas de prosa

Hoy, la Chica UltraArgentina me ha regalado un libro de poemas suyos. Me ha sorprendido muchísimo. No sólo el gesto en sí (a pesar de lo estrecho del beso de bienvenida, y eso; hoy, afortunadamente, he recibido mucho, mucho cariño), sino sobre todo el pensar que una persona que a día de hoy tiene dificultades para redactar un mail pueda tener un libro de poemas publicado en el 99, cuando yo todavía quería ser una anarcosindicalista revolucionaria y no una anarcosindicalista zetapera (que es como lo peor, pero en mayúsculas).
El caso es que al leerlo me he dado cuenta de que yo también me podría dedicar al verso libre, y que mi vida sonaría mejor. Jugar con las aliteraciones y buscarme un universo simbólico. Y quizá, algún día, ver mi nombre en un canto y no mi cara en una portada.
Luego, he pensado que las grandes poetisas se suicidan, y la idea ha dejado de parecer buena. Justo cuando volvía a encenderse la bombilla me he encontrado sumida en el maremágnum farmacéutico. Un barrio normal, creo yo, debería tener la misma proporción de farmacias que de cajeros automáticos. Igual que no es normal la densidad de población bancaria en Salamanca, no es normal la densidad de población farmacéutica en Chamberí (ni la de peluqueros en Malasaña, por cierto, que también me preocupa). El caso es que he estado diez minutos intentando explicarle a una buena mujer que había cambiado mi Lexatín de 3 mg por el de 1,5 y que quería la dosis doble, mientras mi madre gritaba por teléfono "pásamela" cual Pittbull bien entrenado, hasta que me ha dicho "¿quién te atendió?", pista definitiva para dar con la farmacia en la que realmente habían dado mis dos recetas por idénticas, situada en la calle paralela (hacia lejos de casa). Me he quedado sin batería antes de poder contarle a mi madre el feliz desenlace con la responsable de la farmacia intentando ser amable al mismo tiempo conmigo y con su técnico auxiliar y quedando mal con los dos (pero perdonándome la diferencia de precio).
El caso es que volvía por San Andrés pensando en los campos magnéticos. En que no estarán siempre, pero, de momento, estarán. Allí habrá grupos de pequeñas féminas conductoras en grado sumo para canalizar la electricidad de las bombillas que fingen ser de bajo consumo cuando lo que están es fundiéndose. Y que se dejarán ir por el agujero negro ahora que nosotros hemos salido, y que en realidad no sabemos qué nos metió o nos sacó de allí. Me ha dado mucha pena.
Me ha dado más pena cuando, hablando de haches, he pensado en que el mundo es demasiado pequeño para que HF y yo no nos hayamos cruzado en un año. Quizá él ya no salga de Chueca, igual que yo ya no salgo de Malasaña. Pero tampoco estamos tan lejos. Dos calles arriba o abajo. Un sábado de cañas en la terraza que ahora es un lodazal. Una noche en el Colonial en el que estemos los dos en el espacio-tiempo. O en cualquier otro sitio. Las Nieves es evocador. Pero no le llamo. Y no es la batería, es que no quiero. Razones. Prosa.
Subo a casa y hablo con mi padre y se alegra de que llame para darle buenas noticias sobre mi reincorporación. Le digo que llamar para dar buenas noticias es fácil, que lo difícil es llamar para dar las malas. O para preguntar por las malas, pienso, pero me callo. Igual que cuando el Chico Polémico hoy ha dicho que era interesante mi innegable afirmación de que es necesario saber tres cosas para poder aprender una cuarta.
Quizá no soy tan de letras, al fin y al cabo. Aunque resuelva los conflictos latentes mediante el utilitarismo y no el materialismo.

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