9.12.10

Familia (una de tantas)

Llego tarde, como siempre. Es inevitable. Y de verdad que esta vez lo había intentado con fuerzas. Pero no, llego mis diez minutos tarde de rigor, con el agravante de que es uno de esos días en los que las casualidades han conseguido que todos los demás lleguen cerca de quince minutos pronto (los que menos), con lo que subjetivamente llego vergonzosamente tarde, que es una de las últimas cosas que deberían pasar.

Hace doce años que no veo a esa rama de la familia. Por aquel entonces, se celebraban bodas en Córdoba como si fuese una epidemia. Y había que pasar el fin de semana, y olía a biberones derretidos, y yo odiaba esa ciudad por algún motivo irracional y, en parte, por las palomas, las mismas que no me molestaban en Sevilla y me desquiciaban allí.

Pero, sobre todo, odiaba esa ciudad porque era donde nos juntábamos todos y teníamos que vernos y yo tenía entre doce y catorce años y todo en general era espantoso. Las bodas familiares iban en una categoría aparte que rondaba la tortura del enésimo infierno.

Recuerdo a mi madre llorando, muerta de la vergüenza, echando en cara recomendaciones para internados no tenidas en cuenta. La sensación de que en realidad no me gustaba provocar todo aquello pero que era absolutamente imposible evitarlo.

Y doce años después, sólo de pensar en "las primas" me daban temblores. He interiorizado la vergüenza ajena que provocaba. Me muero de la vergüenza yo.

Me quito el abrigo subiendo las escaleras para que nadie vea que no he tenido tiempo de llevarlo al tinte. Lo doblo tres veces porque me da miedo que se vea el agujero del forro. Intento respirar hondo pero no me sale. No he tenido tiempo de maquillarme y después de la semana pasada me parece que en cualquier momento mis ojeras se harán más fuertes que yo y saldrán por debajo de la cara de al-menos-hoy-he-dormido para devolverme mi aspecto de chica enfermiza y melancólica que resulta ser agresiva y destructiva con una fuerza que no se sabe de dónde le sale.

Y es odioso cuando te pareces a la peor versión de ti mismo.

Pero de alguna forma que me resulta incomprensible, lo que se oye alrededor es: "es increíble lo lista que es y lo preparada que está"; me hablan de educar hijos adolescentes, precisamente a mí, como si pudiera dar consejos en ese aspecto. Y el caso es que los doy. Me hablan de tú a tú, de persona-que-hace-de-las-vidas-ajenas-infiernos a persona-que-hace-de-las-vidas-ajenas-infiernos. Y entiendo muchas cosas. Y sólo acierto a decir: "al menos sabes lo que le pasa. Que no sirve para nada, que tendrá que aprender ella sola. Pero por lo menos la entiendes, y seguro que algo lo nota; y eso cuenta". Probablemente no sea mal comentario, pienso después de oírme.

Sonreímos, todos, bastantes. Somos agradables, todos, unos con otros. Sin que se note más que la buena intención esa falsedad pegajosa y navideña que suele acompañar semejantes reencuentros familiares. Se está bien, a secas.

Olvido las susceptibilidades y me voy a comprar un abrigo con el que pueda anular mi nerviosismo de camino al restaurante. Y me siento viejita, de pronto. No me gustaba nada la persona que era con catorce años, pero qué lejos queda, cómo se nota. Incluso aunque nadie hubiera hablado de nietos en bucle.

Unos días después, uno de esos sitios que te hace sentir friki cuando haces login me manda un mail hablando de coincidencias genealógicas con otro árbol. Precisamente, en esa rama de la familia. Me supone una alegría tonta, tontísima. Me devuelve, otra vez, a los doce; cuando simultáneamente a la explosión de bodas cordobesas, me encargaban en el colegio averiguar el origen de mi familia.

El carácter, no; pero la curiosidad, molaba. Mola. En realidad, no es tan distinto ser viejo de ser pequeño, supongo. O eso espero.

2 comentarios:

La_Esperada dijo...

Me encanta cómo escribes y lo que escribes. Me encanta, no puedo evitarlo.

Besos!

La abajo firmante dijo...

:) Da gusto. Me alegro y lo agradezco.

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