27.6.10

Experimentos

No fue la postadolescencia: fue la readolescencia. Un ejercicio de "y si pudieras volver a hacerlo con todo lo que sabes ahora, ¿qué harías?". Recuperar todo lo bueno y dejar atrás lo que fue malo, recordar que "ahora somos más guapos y más sabios". Reírte de juegos de palabras que no hacen gracia fuera del grupo. Obviar las crisis de pertenencia, los fingimientos, no ser más mainstream que lo que viene de serie, pensar que "no sólo eres buena, también eres comercial". Dejarte querer de formas en las que no sabías que querías que te quisieran. Aprender tantas cosas todos los días que no puedes evitar la sensación de que mañana serás una persona diferente. Probar a ser una persona diferente. En ciertos aspectos. No en todos. Decir las cosas según te pasan por la cabeza, y aprender a que las cosas que te pasen por la cabeza sean mayoritariamente agradables. "Querer a la gente como es, o no quererla en absoluto". Dejar de quererla en intermitencia, porque también hemos aprendido a tener pataletas, a ser niños caprichosos y a gritar muy alto que algo es molesto, aunque sea desde la incoherencia, aunque no tengamos razón.
Vivir, en fin, lo que querríamos contar en un relato. Pensar internamente en una misma como una chica con una extraña sonrisa que silba Lily Allen mientras sube por una calle con una cierta torpeza en los pasos, y que resulte entrañable verlo así.
Aprender a conocer a la gente de otra forma, de otras muchas formas. La gente que se presenta de forma explosiva, los que lo hacen de forma implosiva. Los poco-a-poco y los momentos de tal intensidad que parecen meses y no horas.
Guardar las monedas de diez céntimos para tomar café y cervezas indistintamente, coger apuntes como te gustaría tener los de la carrera. Leer como si estuvieras en una peli/serie yanki en la que alguien entra becado a la universidad y siempre lleva una torre de libros bajo el brazo. Que te canten versiones heavys de Paula Cole. Parodiar a Donna Haraway a lo chanante. Ser ingenua y ser redicha en intervalos de veinte minutos. Dar a todo el mundo los abrazos que querrías recibir sin pensar por qué lo haces.
Coger jarras enormes de cerveza con manos pequeñitas, aprender a cambiar de barrio, tener conversaciones fuera de contexto. Coger otros autobuses, aprenderte nuevos trayectos, tener piloto automático en sitios donde nunca habías estado y donde seguramente vuelvas poco, muy poco.
Intercambiar ropa. Que gente se disfrace de ti y así te ayude a disfrazarte. No saber distinguir cuándo estás disfrazada y cuándo no.
El experimento se acaba y hemos aprendido que aunque cambien los motivos, las sensaciones son muy similares. Que no hay problemas de pertenencia, pero hay problemas para despedirse. Que uno, al final, está cansado de ciclos y repeticiones, pero que es imposible no creer que cada vuelta de la espiral vale la pena.
Dar el experimento por concluido y, después, sentarse en un banco del parque a hacer exactamente lo mismo, fuera del laboratorio. Disfrutar de cada beso como si fuera lo único que hay en esta vida, olvidándose de todo lo que sabes o dejas de saber. Sentir temblores en las rodillas, esas rodillas de lacasitos, y que sean buenos. Andar sin saber quién guía o hacia dónde vas.
Que, en el fondo, es lo que hacemos todos los días.

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