12.8.10

Crónicas tripeiras

Ir a buscarte a la estación, porque las despedidas no molan nada pero los reencuentros no tienen precio, por torpes que sean (y Atocha está mal hecha). Cocinar, aunque sea delante de ti, cena y comida, nada menos, porque he decidido que voy a estar bien y eso pasa por recordarme que no pasa nada cuando no está pasando nada. Aprender otra cosa de ti que no sabía. Un buen prólogo.

Llegamos y parece todo muy fácil. Me sorprende haber hecho tan bien los deberes (y ayuda mucho que la gente sea lista y previsora y coloque gente que te oriente frente a las máquinas en la estación de metro del aeropuerto). Bajamos en Bolhão y casi, casi, me suena, aunque gana respecto al StreetView. (Des)ventajas de la era de la información: se acabaron las sorpresas; eso también quiere decir que cuando llegamos a la Pensão do Norte lo hago con la tranquilidad de que he elegido bien. Me siento un poco como una niña pequeña jugando a ser mayor cuando entramos en la habitación. Tengo una sonrisa un poco tonta que no puedo evitar que se me escape cuando pienso que es nuestro primer viaje juntos y subrayo "primer" como si empezara una saga.

Salimos a dar una vuelta con la firme intención de evitar los alrededores de la Catedral, que es donde la peor guía del mundo (comprada a toda prisa treinta horas antes) dice que pasan cosas malas, pero como a) ni siquiera nos molestamos en mirar el mapa y b) hemos ido a dar con una de las ciudades más manejables del mundo, en el minipaseo nocturno pasamos por doscientos sitios de los marcados en el mapa, incluida por supuesto la Sé, aunque yo me empeñe en que una catedral no puede tener esa pinta de castillo medieval con su señor a caballo enfrente (he hecho los deberes, pero menos: nombres, bueno, pero fotos no). Hacemos una apuesta por el turismo gastronómico a pesar del miedo que me da un gentilicio derivado de las vísceras de animales, que no sale excesivamente mal.

A pesar del sol y del ruido, como hemos venido de vacaciones, por difícil que se me haga esa palabra, acabamos remoloneando más de la cuenta (costumbre que se prolonga hasta el día en que las señoras de la limpieza nos llaman preguntando si pensamos salir alguna vez, momento a partir del cual supongo que había que ponerse las pilas, aunque sea las vacacionales), y descubriendo que en la peor guía del mundo no les ha parecido relevante explicarnos que en Oporto no se come. Bueno, se come, pero a unas horas concretísimas, y cuando nosotros queremos tomar algo nunca es hora de café o de comida o de lo que quiera que queramos. Aun así, encontramos un camarero encantador que nos da cafés, con la agradable sorpresa (esta vez sí) de que aquí los cafés son buques, como a mí me gusta, y un numerito absurdo provocado por la mezcla de mi intolerancia a la leche caliente en el café, las ganas de agradar del señor y la falta de perspicacia que podría habernos sugerido tirar parte del café para echar la leche fría, que acaba por convertirse en un chiste de repetición en el que él me dice que dé un trago, yo me quemo, él echa leche fría, me dice que dé un trago, yo me quemo, y así sucesivamente hasta que la vergüenza me supera y decido tomar el café caliente por si me queda un poco de dignidad que salvar.

Qué narices, claro que me queda dignidad que salvar. Acabo de dar dos vueltas al Mercado de Bolhão sin panicar. Eso en mí es un logro.

Seguimos caminando hasta llegar a la Praça dos Aliados, donde me enamoro hasta las trancas de un reloj, como suele sucederme en todas las ciudades a las que voy (no sé por qué me empeño en ir a Praga, si en realidad me vale cualquiera), colocado encima de un edificio al que no hago ni caso y que no me entero hasta el penúltimo día de que es el Ayuntamiento. me enzarzo conmigo misma en otro intento de recordar esos seis años de Historia del Arte estudiada en el instituto, proyecto empezado la noche anterior con la Estação de São Bento y esa pregunta de quéesartnouveau (recientemente aceptado por la RAE, entre otras palabras aparentemente necesarias como "meloncete").

En otro alarde de documentación, caminamos hasta la Torre dos Clerigos, que luego el Rey del Laboratorio jurará no haber visto, a pesar de haber aprovechado que salía un camión de la obra de enfrente para hacer doscientas fotos, y nos topamos con Lello e Irmão, la librería más bonita del mundo (aunque se puedan decir muchas cosas sobre su ordenación, y eso considerando que sigo sin leerme el temario), y probablemente el sitio más caluroso de Oporto, que ya es decir.

Vamos buscando un sitio para comer, pero sin prisa, así que cuando llegamos a eso que el señor de la Peor Guía del Mundo llamaba "un túnel vegetal" y que venían siendo unos cuantos de árboles alrededor de los "Trece riéndose unos de otros" y nos sentamos tenemos que apelar a la piedad de la camarera para que nos den de comer. Afortunadamente lo hacen y además descubrimos que aquí la mayonesa de la ensaladilla rusa va aparte, lo cual es muy práctico cuando por un doble malentendido (y porque, estoy segura, el destino no quiere que coma pescado, porque las dos veces que lo intento sale mal) nos toca compartir ración.

Nos metemos a ver una exposición porque no encontramos otra forma de entrar en el Parque das Virtudes, nos topamos con el cuadro precioso a cuyo autor no le hago ni puto caso (y, tenías razón, igual fue un error), y una chica encantadora (no paro de decir que todo es bonito, que todo está bueno, que todo el mundo es encantador, y tú me miras con asombro y sostienes que me hacía muchísima falta salir de Madriz, y tienes toda la razón) nos indica amablemente que obviemos el parapeto que da al jardín, pero es un trozo pequeño y lo que queremos es bajar (y además nos topamos con huecos extraños de los que salen doscientos millones de moscas a lo principio de Bones y da mal rollo), así que seguimos caminando para encontrarnos con el guardia de parque más triste del mundo y con la pareja ardiente a la que le vamos cortando el rollo según avanzamos parque abajo y con la pareja Dosenlacarretera que se sientan en el banco para mirar cada uno en una dirección y cuando el guardiadeparquemástristedelmundo nos echa, bajamos hasta Ribeira.

Aprendizaje antropológico: a) mientras haya chicas a las que impresionar, los hombres seguirán haciendo estupideces hasta el fin de los tiempos; b) nada fascina tanto como la posibilidad de ver morir a un semejante víctima de su propia necedad. Los adolescentes se tiran desde el Puente de Don Luis I cada poco rato y siempre (esto lo sabremos cuando volvamos) hay un corro de curiosos haciéndoles fotos alrededor. Cuando volvemos al día siguiente el panorama es idéntico (aunque después de la hora de esperar a la comida en el restaurante donde afortunadamente dejaban fumar viendo un talk-show sobre delgadez y salud yo ando más interesada en por qué esta obsesión por estar delgado - campañas en las farmacias, portadas de revistas donde hablan de Letizia como "Magrezza em risco de gravidez", y ahora esto - en un sitio donde no he visto gordos (aunque no deja de llamarnos la atención el afán de los señores tripeiros más viejunos de subirse la camiseta y enseñar la tripa, que produce todo tipo de confusiones sobre el origen del segundo gentilicio portuense). Y como el tema va por ahí, cuando nos sentamos en la esquina con sombra en la orilla que ya es Vila Nova de Gaia y miramos los barcos y hacemos unas fotos tan típicas que las tenemos iguales tú, yo, y la Peor Guía del Mundo, pues toca sesión de confesiones, que parece que acaba bien gracias a tu "hace falta algo más que eso para asustarme" y al remate con helado, que es como tienen que terminar estas conversaciones.

Subimos hacia el hotel en el Funicular dos Guindais, porque tu miedo a las alturas viene a ser más o menos igual de raro que el mío, y como salimos a cenar en la dirección contraria a la de costumbre no encontramos nada, hasta que de pronto recuerdo ese sitio que comentaban en TripAdvisor que era la mejor terraza (esplanada) de Oporto y allá que nos metemos, aunque no seamos público de restaurantes de diseño y no sepamos pedir la comida adecuadamente, a pegarnos el capricho de cenar como señores (realmente la terraza lo valía) y hasta de tomar un mojito con el que no me acompañas y con el que empiezo a descubrir hasta qué punto ha bajado mi tolerancia al alcohol últimamente...

El sábado volvemos a intentar ir en la dirección norte en vez de en la sur (que en realidad es mejor porque así las peores cuestas son para ir en lugar de para volver), pero como nos dan las mil por enésima vez, incluso andando en llano no se puede respirar, hasta el punto de que podría haberme quedado a vivir en la Casa da Música (ya habríamos encontrado la forma de que esos Mac ultramodernos para iniciar a la población en el sonido digital se convirtieran en puntos de acceso libre a Internet). Vamos buscando los Jardines del Palacio de Cristal, pero como lo habíamos hecho todo tan bien hasta ahora, tenía que torcerse algo, y cuando por fin llegamos, sin que nos importe gran cosa haber dejado en el hotel los libros (vacaciones de pequeños pedantes), está tomado por una gymkana infantil que hace que yo reniegue de todo mi instinto maternal en esta esquizofrenia biológica que me traigo últimamente en torno a los niños. Jardines okupados, museos cerrados, y centros comerciales sin aire acondicionado (pero con zumos de naranja y mango estupendísimos), no queda otra que volver al centro y cenar en un sitio incomprensiblemente recomendado por La Peor Guía del Mundo (menos incomprensible ahora que directamente la llamo así, claro) y que también incomprensiblemente se llama café-bilhar cuando no hay ni sombra del bilhar (que igual aquí es tradición, porque antes de irnos veo otros dos en la misma situación).

Cuando al fin nos levantamos a una hora decente, como parece que hemos hecho a propósito lo de ir en contra del mundo, es domingo. Descubrimientos en plena muertepordomingo: a) un sitio puede llamarse Café Turista, abrir un domingo por la mañana en un barrio que parece posthecatombe nuclear, y ofrecer dos desayunos completos por menos de 5€ en total; b) los autobuses portuenses son una cosa maravillosa y aunque los conductores parezcan sacados de Los Autos Locos no se pasa miedo; c) los museos sí abren los domingos; d) merece la pena irse a un sitio dejado de la mano de dios que parece una urbanización playera sin playa para montarse una casa como la de la Fundación Serralves; e) el Museo de Serralves tiene el jardín más maravilloso del mundo; f) tendría que haber aprovechado mejor las oportunidades de saber algo de la vida natural si esperaba reconocer los árboles y los pájaros; g) el gafapastismo no se arregla ni a tiros y escoger entre toda una librería el tomo cuya primera review de contraportada está firmada por Björk es significativo; h) una puede enamorarse hasta las trancas de un libro y comprarlo para regalar en vez de para sí misma y disfrutarlo lo mismo; i) se puede llamar Parque a una especie de descampado con orden; j) la mejor empanada del mundo la ponen en el chiringuito del Parque da Cidade (o igual es que teníamos demasiada hambre y ya no contábamos con comer); k) si un Parque espantoso acaba en playa, el parque automáticamente mola.

Dejo pendiente un baño playero en condiciones, que el Chico Samba me expliqué qué es algo llamado "Ãlea de liquidãmbares", porque si se puede traducir por "Sweetgum alley" tiene que molar a la fuerza, comprarme el libro maravilloso de Marina Abramovic cuando tenga dinero de verdad y no este precario equilibrio financiero veraniego, entender la diferencia entre Moleskine y teNeues (si la hay), y conseguir tumbarnos en un parque a leer (porque hoy sí traíamos lectura pero no nos molaba el parque y, además, siempre es mejor escuchar tus historias avícolas de Erasmus).


[Inciso: me parece gracioso que tú apuntes en tu libreta lo que comemos y yo, mentalmente, las conversaciones...]

Cenamos con vistas al reloj maravilloso, en una cena que es como un viaje en el tiempo, Melão com presunto y Frango ao forno, como si tuviera seis años y anduviera correteando por el Algarve, pero no le digo nada a mi madre porque ya me he pasado de mensajes moñas (pero qué bonito, por otra parte, tener ganas de mandarle mensajes moñas a mi madre. No sé si me había pasado antes alguna vez).

Como sólo nos queda un día, lo pasamos en Gaia haciendo cosas de turistas: montando en barcos y probando vinos, que luego la Chica casi Trilingüe se mosquea porque mi interés por el vino de Oporto es como máximo limitado (y al final se enfadará, porque de hecho no he traído), y descubro un tinto que sí me gusta, toda una hazaña, aunque se suba muchísimo a la cabeza y haga casi imposible subir las Escadas que no sé cómo se llaman pero que deberían llamarse dos Gatos, porque son bonitos y diminutos y me dan ganas de obviar la alergia y echármelos al bolsillo (Escadas donde, por cierto, una pasa cierto miedo al ver que hay una gatera para personas humanas que probablemente lleva a una especie de centro comercial, versión yonki; y se empieza a entender eso de no pasar por Sé de noche).

Aunque estamos convencidos de que no queda nada por ver, la última mañana nos metemos en el claustro de la Catedral (a pesar de que yo refunfuñe y mis restos de educación católica me hagan pensar todo el rato que vamos a ir todos al infierno porque no se puede pasar olímpicamente de una misa en una catedral....), y mientras paseamos por donde nos encontramos con Mi Media Infancia (Oporto es un pañuelo: nada más llegar, primer día, allí estaba. Raro rarísimo volver a ver a su familia diez años después... Últimamente los reencuentros son con gente a la que hace demasiado tiempo que no veo y me empiezo a sentir mayor), entendemos por qué lo llaman el Barrio dos Livros, hacemos fotos de escaparates de librerías de viejo y parloteo sobre mis vocaciones frustradas y las siete u ocho vidas que pienso vivir para cumplirlas, y salimos corriendo al aeropuerto aunque para qué si no sólo llegamos con tiempo sino que hay retraso, una hora para cincuenta minutos de vuelo, y el Rey del Laboratorio se pone de los nervios y yo me engancho como si fuese un culebrón a la conversación de las wannabes que tenemos delante a falta de un plan más entretenido, y al final, sí, embarcamos y se acabó y jo.

Mirar Madriz aún con ojos de turista, y pensar frente a la Glorieta de Bilbao que puede que no se viva muy bien, pero, jo, es muy bonito. Que me parezca que todo ha cambiado, mi barrio y el tuyo. Y, al final, ir a la estación a despedirte, y procurar que las despedidas molen un poco. Un buen epílogo.

1 comentario:

Ana González dijo...

Qué lindo viaje. Es bonito que tus letras te transporten no sólo a un lugar sino a una situación que sabemos irrepetible y, por supuesto, irremplazable. Esperaremos también el segundo.

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