14.2.09

De un día de lluvia, hace dos semanas

No deja de ser curioso lo débil que es la civilización. Caen unas cuantas gotas, salen a la luz los paraguas y las luces de los coches, y lo que era un barrio normal y corriente parece convertirse en un parque natural de homínidos en estado puro.
La gente (apelativo cariñoso para esa masa violenta) va a toda velocidad por las estrechas aceras, y las buenas intenciones que nos llevan a ceder asientos en el autobús desaparecen tras una inusitada capacidad de exacerbar el instinto de conservación: ataques con las varillas metálicas, bruscos empujones para elegir el lado mejor cubierto, independientemente de que la persona que tienes enfrente vaya sin paraguas y sin meterse con nadie.
Se podría pensar que en un coche, calentito y bajo techo, uno siente menos tentaciones de comportarse como un salvaje, pero lo cierto es que una vez disueltas las reglas básicas de convivencia, todo vale. Los pasos de cebra se deshacen ante la mirada de los conductores, no sea que se retrasen cinco minutos más en un día en el que los atascos se suceden.
Lo cierto es que mucha gente odia los días de lluvia. En realidad son bonitos, necesarios (como me recuerda un taxista, unas semanas antes), acogedores cuando uno tiene un sitio donde ir. Pero nos recuerdan el peor lado de cada uno, con lo que, lo siento, yo quiero sol. Y ya.

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