14.5.10

Hola, cuerpo

Antecedentes: prácticamente cada año desde 2002, llegados a estas alturas del año, mis músculos celebran algún tipo de aniversario que desconozco montando una huelga. Empieza progresivamente en torno al omóplato derecho, en forma de cansancio levemente doloroso. Yo suelo interpretar que lo que tengo que hacer es dormir mejor, en mejor postura, y trabajar menos, y en mejor postura. Interpretación absolutamente inútil, porque mayo es mayo: si no es final de curso, entonces es final de cualquier otra cosa (véase mi huida hacia delante desde el trabajo el año pasado). Sigo mi ritmo habitual, y entonces empiezan los piquetes. Dolores serios, cuello rígido, apariencia de robocop, etc. Primero se llama a las fuerzas de seguridad tradicionales (ibuprofeno), luego ponemos en marcha las unidades especiales (relajantes musculares), y a partir de ahí, o se rinden o toca empezar la negociación.

Considerando que hoy cuando me he despertado directamente se me saltaban las lágrimas pese a todos los esfuerzos curativos propios, de Blue y sus masajes de cuatro de la mañana y del Rey del Laboratorio y sus te-he-dicho-que-no-te-muevas, me he rendido y he ido a ver a un señor, recomendación de la Compi Rubia, al que erróneamente denominaré fisio.

Según he entrado en la consulta, me ha preguntado qué me pasa y le he vuelto a contar, como por teléfono, que tengo una contractura que tal y cual. No ha escuchado una palabra. Me miraba los pies fijamente. Me ha preguntado: "¿y qué más?" Le he contestado que eso era todo. "No. Eso no es todo. Para empezar, no puedes ir por la vida poniendo los pies así".

Hace muchos, muchos años (20, concretamente) que no me preocupo en absoluto por la postura de mis pies. Resulta que es un error y que por culpa de mis vicios podoposturales voy a ser una persona sometida siempre. Y que me voy a desgastar el cartílago de la rodilla en veinte años, lo cual explica por qué nadie me encuentra nada en la rodilla derecha pero a mí me sigue doliendo. Por supuesto, esa parte no se la he contado. Mal. Porque si algo he aprendido hoy, es que hay que hablar al cuerpo para que este responda.

El mal llamado fisio ha empezado a hablarme del mar y los peces (porque él sí lo sabía) y a estirarme los dedos de los pies y a intentar ponerme la pierna en posturas imposibles mientras yo berreaba de dolor. No entendía absolutamente nada de lo que estaba haciendo. De pronto me ha cogido un brazo, lo ha estirado, y ha adivinado exactamente a qué llamo yo comer sano ("muchos zumos, ensaladas, y kiwis, ¿verdad?"). Mientras flipaba, me ha dicho que para mí no es conveniente la fruta tropical por más vitamina C que tenga. No entendía muy bien por qué. Tampoco ha dado más detalles.

Luego ha ido a tocarme las costillas y no he podido evitar reírme, en pleno ataque de cosquillas. Hasta que ha empezado a hablar de que las rodillas son un dolor horrible y profundo. Que me plantease cuánto tiempo aguantaría que alguien me hiciera cosquillas antes de defenderme por la vía violenta. Y que las cosquillas se relacionan con la timidez. Y yo pensando en el Rey del Laboratorio. Y en que era probable que este señor fuese tremendamente sabio.

Pero entonces, ha hecho magia. Me ha dicho que mirase al techo y moviese los ojos, libremente. Entonces se ha empezado a reír y me ha dicho: "Tú eres anarquista, ¿verdad?" He flipado en todos los colores posibles. Hemos empezado a discutir de política, y por ahí me ha tenido entretenida un buen rato, hasta que la cosa se ha puesto rara. Me ha tocado el esternón y me he quejado, y me ha dicho que era imposible que me doliese. Que me preguntase por qué tenía dolores reflejos, qué estaba escondiendo.

Efectivamente, cuando me ha puesto boca abajo y ha empezado a acribillarme la columna vertebral, y aquello dolía como si un millón de manifestantes estuvieran andando sobre mi médula espinal, me ha dicho: "¿tienes algún problema emocional?" Le he dicho que era una racha rara, aunque no necesariamente había que llamarlo problema. Pero entonces ha levantado los dedos y he empezado a llorar como una niña. Dos segundos después, el mismo movimiento sobre mi espalda ya no dolía.

A todo esto, cuando finalmente ha llegado al cuello, yo ya podía mover la cabeza hacia ambas direcciones, y podía tocar y apretar cuanto quisiera. Alucinante. Antes siquiera de haber empezado, mi espalda ya no era la que había entrado en esa consulta.

Finalmente, me ha explicado cuáles son mis puntos débiles, a qué venía lo de la dieta, qué refleja la posicion de mis iris respecto al globo (y aquí me ha dejado flipada porque sí, soy asquerosamente mental, pero no sabía que eso se me viera en la cara), y me he ido con una receta de homeopatía ("que puedes tomarte o no, haz lo que quieras; yo doy consejos, no órdenes") y una idea clara de qué almohada debería tener.

De regalo, además, me ha enseñado a sentarme y a dar la mano en una entrevista de trabajo. Y me ha dejado con miles de preguntas sobre mi actitud corporal, interpersonal, respecto a la comida, y respecto a la política. Ha conseguido prácticamente lo mismo, si no más, que tres años de terapia o una decena de pruebas médicas tradicionales. En dos horas. Y sin haberme visto en la vida.

Y ahora quiero fundarle una religión a este señor. Y quererme mucho y cuidarme mucho porque me pregunto dónde ha estado mi cuerpo hasta ahora y por qué le he hecho tan poquito caso...

1 comentario:

Destrozaflanes dijo...

Qué maravilla. Cuanto me alegro. Yo también quiero ir a ver a ese señor! :)

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