2.7.13

Hello, July

Este post podría llamarse igualmente rupturas. O cambios. O metamorfosis. O liberación. En realidad, da un poco igual. El caso es que soplan vientos de cambios y huele a libertad, a autonomía, a independencia, a "yo quiero". Lo cual suena muy sano, después de todo este tiempo.

Soñar permanentemente con paredes amarillas, con tinto de verano en terrazas, en mi terraza. Con una vida en la que Vespa es la auténtica y genuina reina del mundo.

Vivir una especie de sueño en el que El Lugar Donde Empezó Todo Lo Malo pasa de ser una jaula a una jaula dorada: doblar horas, sí, pero reírse, chocar palmas, apoyar la cabeza en hombros ajenos, cruzar miradas cómplices, mandar mensajes. Donde El Conjunto de Extraños se convierte en una encantadora manada de manatíes. Donde de pronto vivimos un efecto campamento que es más que suficiente para lo que necesito ahora.

Es fantástico que los cambios lleguen en verano, porque el verano huele distinto. Cuando hay treinta grados ahí fuera, de pronto me vuelvo niña, se me llenan los pensamientos de recuerdos de piscinas, de olores de hace 19 años, de canciones basura, de risas, de tinto de verano, de cortes de grama en las piernas, de uñas pintadas de colores, de sabor a sal. De tiendas de campaña, de conciertos medio olvidados, de gente maravillosa que vino y se fue, de sonrisas en cantidades industriales. De fotos.

Hace mucho que no me hago fotos, que no me apetece salir con cámara; y ahora me encuentro con que hay festivales de los que no quedará huella gráfica alguna, y me parece bien. Porque lo que importa es que dentro de unos años, cuando llegue el calor y esas ganas absurdas de releer 'Amor, curiosidad, Prozac y dudas' que siempre le acompañan, no habrá fotos pero habrá sonrisas, pies descalzos, disfraces absurdos, y cigarros mirando Argumosa.

Enough is enough.

Durante todo este tiempo pensé que exageraban, y ahora la que tiende a exagerar soy yo. Pero el caso es que de pronto tengo muchas ganas de vivir y mucho menos miedo. Que comprar tabaco parece algo muy grande simplemente porque no hay que explicarlo. Que la gente a mi alrededor me parece más querible. Que mi vida me apetece más. Que quiero quedar una tarde a la semana para estudiar portugués "porque estamos muy locas". Y me vale. Vaya si me vale.

Acordarme de Lichis, porque cuando debería estar peor, siento que me revienta el pecho, y el dolor no se parece al agujero negro, porque no es dolor, sino cosquillas.

Que me encanta el sonido de mi risa.

Estoy preparada para sorprenderme. Y la vida es eso.

5.6.13

Duelo cotidiano

1. Negación

07.45 AM: Suena el despertador y pienso "Fenomenal. Estoy despierta. Hoy sí. Ahora solo voy a cerrar los ojos dos minutos y enseguida me levanto. Qué bien. Estoy despierta. Y con ganas y energías".

07.47 AM: Suena la segunda alarma, denominada "Just in case" de forma absurda porque nunca es "por si acaso", siempre es "tremendamente imprescindible". Pienso que los dos minutos no me han lucido nada. Y que no hace falta que me despierte tan temprano. "Bueno, me lavo el pelo pero no me lo seco. Y ya está. Y hoy sí que voy a llegar pronto. Genial."

2. Enfado e indiferencia

07.50 - 08.15 AM: Empiezan las repeticiones constantes y me pregunto por qué cojones me voy a tener que levantar para llegar pronto si ayer el Cliente Especialmente Cansino estuvo enredándome una hora. Pues, qué cojones. Me cojo esa hora. Y llego tarde. Y si no les gusta que me echen. A tomar por culo.

3. Negociación

08.20 AM: Empiezo a echar cuentas. "Si me levanto ahora, entonces aún tengo media hora y puedo desayunar tranquila. O, mejor no, me voy sin desayunar. No, sin desayunar no me puedo ir. Pero lavarme el pelo no es imprescindible. No, no me lavo el pelo. Y me voy en taxi. En vez de en bus. Hala, ya he ganado otros quince minutos."

4. Dolor

08.30 AM: Empieza la culpa. La culpa empieza como una bola chiquitita y ardiente, pero se expande como un Big Bang. "Soy lo peor. Claramente. No estoy dejando dormir al Chico al que Llevé al Barrio. Y esto no es justo, y él no tiene la culpa de que yo no me pueda levantar. Joder, solo he dormido cinco horas hasta que ha sonado el despertador. Con cinco horas no se puede vivir. Ya verás, me iré al curro y la liaré parda. Y esto no tiene sentido. Mierda de todo. Tendría que dejarlo. O tendría que acostarme a las 10. Siempre digo que me voy a acostar temprano y nunca lo hago. No tengo disciplina..." Este bucle de culpa, echarme cosas en cara y autocompadecerme puede durar hasta el infinito.

5. Aceptación

09.15 AM: Normalmente, el infinito acaba sobre esta hora. Me levanto, corro por casa, me sienta mal el café, me golpeo con los muebles, salgo de casa tardísimo, me voy en taxi rumiando porque así luego no me luce el dinero, voy leyendo el correo de camino porque no se puede tener tan poca vergüenza.

Y me pregunto: Si todas las mañanas empiezan así, ¿cómo aspiro a estar de buen humor?

28.5.13

Rendiciones

- Sí, es un "hasta aquí hemos llegado". Un "me rindo".

Se acumulan deadlines, se suman tareas en el Google Calendar, esa herramienta imprescindible que quiero borrar de mi vida tres veces al día. Y las cosas resbalan sobre mi piel como si no existieran. Lo que hace un mes era angustioso e insuperable ahora es transparente, y todo se me olvida, y todo me da bastante igual.

Los señores que quieren enseñarme a dormir con veintiocho años de retraso lo llaman "despido mental" y hablan de una sensación extraña en la que las cosas dejan de tener sentido.

Yo no creo que hayan perdido el sentido, creo que probablemente nunca lo tuvieron.

No quiero escribir en blogs. No quiero lanzar un proyecto web. No quiero subir los ratios de interacción. No quiero que personas que ya son ricas se hagan todavía más ricas gracias a que yo me aposente bajo los filamentos asesinos de las bombillas del sitio nuevo contracturándome el psoas y aumentándome las dioptrías y enmustiándome.

- Tengo la sensación de que llevo un año en suspenso. Ya no oigo música, no leo, y, francamente, no sé qué hago en vez de eso.

Y no creo que la vida sea esto. Llámenlo inmadurez, inconformismo, o falta de principio de realidad, pero no creo que la vida tenga que ser venir hasta aquí, engañar a todo el mundo una serie de horas, chupar atasco pegada al móvil, llegar a casa y seguir sin saber qué pasa entre jornada laboral y jornada laboral para que ya no tenga hobbies.

Quiero aprender cosas. Es la primera vez en mi vida que paso tanto tiempo sin ningún tipo de formación reglada obligándome a aprender cosas que no sabía que me interesaban cada equis tiempo. Y he llegado a la conclusión de que no es sano.

Quiero reajustar mi karma. Quiero hacer todo lo que he dejado de hacer. Quiero dejar de ser parte del problema. Quiero ayudar a acabar, trocito a trocito, con esta puñetera depresión colectiva. ¿No estáis agotados de ver cómo todo el mundo a vuestro alrededor está ansioso, triste y cansado?

Quiero tener tiempo que perder. Quiero hacer cosas que no sean conscientes y planificadas. Quiero no darme cuenta de que estoy perdiendo el tiempo, no perder las horas que he programado perder. Quiero improvisar. Quiero no saber qué voy a hacer mañana, y saber mañana qué ha sido del resto del día.

Quiero que tener una familia deje de ser un horizonte lejanísimo que sigue alejándose.

Quiero tener la sensación de que se me acaban los libros que leer.

Quiero terminar la novela. Quiero formar parte de un mundo que me apasione. Quiero contribuir a crear cosas que puedan leer otros. Quiero acabar la tesis, quiero tener al menos la sensación de que voy a acabarla.

Quiero salir de aquí con la cabeza alta, sintiendo que lo intenté, lo hice bien, y no era para mí.

Quiero mirarme al espejo y reconocerme.


1.12.12

Las vueltas de la espiral

Una reflexión, una sugerencia, tres conversaciones, y de pronto es 2005. Solo que en este 2005 no soy yo, sino que soy la Chica del Fondo de Armario. Y mi hermana hace de mí. Y esto, de pronto, no es mi primer trabajo, sino el suyo. Pero al mismo tiempo, es para mí una casilla de salida. Espirales: estoy en el mismo punto, exactamente el mismo punto, solo que una vuelta más tarde (o dos, o tres. Probablemente no miraba mientras giraba).

"Es normal estar aterrorizado. Es tu primer trabajo. Todo el mundo está aterrorizado antes de su primer trabajo", decimos sin parar. Pero ahora parece que no es normal que yo esté aterrorizada. Y sin embargo, lo estoy.

Ayer hablaba con el Chico que Supo Sacarme del Barrio (nombre provisional) y relativizaba. Se le da bastante bien relativizar. Algo que es exasperante y útil al mismo tiempo. Y no, no tengo que ser la Chica del Fondo de Armario. Pero de pronto siento como si me hubiera convertido en ella y en la Chica de los Niños Mágicos al mismo tiempo. Como hace casi un año, mi armario vuelve a ser una herramienta reveladora. Sí, soy ellas. Sí, tengo más ropa de ir a reuniones que ropa de ir a trabajar a que no me vea nadie. Sí, mi ropa de ir a reuniones es personal e intransferible y nunca podría ser la Chica de los Mil Trajes de Chaqueta, porque esa no soy yo, pero, en el fondo, era parte de lo que admiraba en ellas. Llámenme superficial. Yo lo llamo simbolista.

Pienso en cómo aquella chica que entró en una oficina tras una pataleta propia de los 21 años y la autoimagen bohemia (cualquier trabajo, salvo uno de 9 a 5 sentada en un cubículo sin carácter) para escapar de su trabajo voluntariamente precario que no le había permitido librar más que 48 horas en mes y medio se convirtió en una profesional del marketing, y pienso en ellas, y pienso que sin ellas nunca habría sido posible.

No quiero que mi hermana sea una profesional del marketing. No puedo ser su mentora. Pero sí querría ayudarla a encontrar su propio camino como ellas hicieron por mí. Sí querría ayudarla a salir del cascarón, a sentirse valiosa, a encontrarse consigo misma, a descubrir lo que no quiere bajo ningún concepto. A prepararla para el mundo ahí fuera. Solo que nadie me ha entrenado para ser entrenadora. Solo que este reto tiene lugar al mismo tiempo que otra serie de retos. Solo que si no consigo sacar lo mejor de ella, la primera que no estará a la altura seré yo.

Me encantaría poder hablar con la Chica del Fondo de Armario y preguntarle si estuvo aterrorizada. Desprendía tanto aplomo que cuesta mucho trabajo creerlo. Claro, que a mí misma, Doña Miedos, me decían que envidiaban mi aplastante seguridad hace unas semanas.

Nada es lo que parece.

El Jefe que No Pegaba Consigo Mismo decía: "contrata a la persona; las técnicas, el conocimiento, se enseñan". Eso es exactamente lo que he hecho. Nadie me ha entrenado para ser entrenadora, pero sí tengo muy claro qué clase de entrenadora quiero ser.

Ahora solo queda cruzar los dedos, saltar del avión, y confiar en que el paracaídas va a abrirse y el viaje será maravilloso. Porque pensar cualquier otra cosa no va a funcionar.

22.8.12

Son solo palabras

Sentir que algo se te ha muerto dentro. Qué clásico, qué añejo en tantos sentidos.

Sentir de pronto una sensación al tiempo familiar y olvidada, ese puzzle deconstruido con las piezas que no encajan y la parte impresa despegada en las esquinas.

Ese agujero negro, aunque, eso sí, controlable. Una no se pega cuatro años de terapia para nada, eso lo tengo claro.

He cambiado. Ahora cuando tengo mucho, mucho, mucho miedo, me armo de valor, echo un CV a Google y me preparo para otra negativa, que cada vez duelen menos. Es lo que tenemos los niños malcriados, que en el fondo no estamos rotos del todo, que podemos ser educados, aunque sea tarde y con parches. Que es un no, pues es un no. Nunca duelen tanto como el primero.

Se me pasan por la cabeza cosas que daba por desaparecidas, superadas, enterradas y olvidadas. La reacción de mi madre tras la ruptura con el Chico Cósmico, por ejemplo. Las lágrimas que he causado, más que las que me han causado a mí. Oh, welcome back, guilt. Honestamente, no creo que nunca eche en falta sentirme culpable. De todos los sentimientos negativos, es del que prescindiría sin dudar. Que vengan los duelos, los celos, la ira y la tristeza. "Crisis como esta, dame cuatro cada día". Pero que alguien venga y borre la culpa para siempre. Mierda de judeocristianismo. O whatever.

He cambiado, he mejorado y he crecido, pero, a veces pasa, y vuelvo a encontrarme con la losa en el pecho a las tres de la mañana, los hipidos y esa sensación de duermevela causada no tanto por el insomnio como por el miedo indefinido hacia la vigilia. Estar despierto, tener vida, esas cosas. Que cansan.

Pienso, de forma completamente irracional, que si pudiera elegir entre ser increíblemente rica o no estar nunca demasiado cansada, elegiría lo segundo. Luego pienso hasta qué punto lo segundo vendría con lo primero. Y luego cualquier amago de racionalización de esos hilvanes de pensamiento se va al traste, porque finalmente lo reconozco: welcome back to 2009. Afortunadamente no es 2007, pero sigue siendo lo suficientemente claro, evidente, reconocible y datable como para despertar mi instinto de huida.

Es oficial: odio mi trabajo. Odio mi trabajo hasta el punto de que mi vida empieza a resultarme profundamente odiosa por contenerlo. Odio mi trabajo y además sé que incluso dejarlo no sería suficiente, porque ya es tarde.

Ha sido, oficialmente, un verano de mierda y estoy hecha puzzle. Ya me lo sé, así que necesito armarme; y para armarme, necesito dos cosas: una foto final y tiempo para mí. Incluso una tercera: tirar todas las piezas de los puzzles viejos mezcladas con este.

Llega un punto en el que vuelves a ver Anatomía de Grey después de años y solo puedes pensar que no hay amistad en el mundo tan hermosa como la de Meredith y Cristina, y que Cristina tiene mucha razón cuando se pregunta quién es si no puede estar en un quirófano.

Tenemos una manía espantosa de creer que nuestro trabajo es lo que nos define, y eso pesa. Pesa tanto que lo extrapolamos incluso a lo que hacemos fuera. Y si bien nunca me he presentado así, siempre me he creido escritora. Y no saben lo que duele no ser capaz de escribir. Mirar el documento en blanco y pensar que no vas a ser capaz, aunque te dieran otros dos meses. Tener miedo a cada encargo. Pienso que son solo palabras, pero no lo son. Es exponerse. Es exponerse en el momento en el que más frágil me siento, en el momento en el que mi autoestima está tan baja que por mucho que me agache no llego a alcanzarla.

Y creo que no voy a poder mientras pienso que la única solución es que pueda.

3.1.12

Regresiones

He tenido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos. 
A. Pizarnik  

Hace tiempo que vengo diciendo que me he trasladado a mi propia adolescencia. Disfrutar de montar en bici, de jugar a videojuegos... Lo cual es, en realidad, bastante más infantil que adolescente, en mi caso al menos. Sí es adolescente la confusión, la cerveza, el trasnochar; o debería serlo, tal y como yo quiero recordar mi adolescencia. Porque supongo que en el fondo tampoco se parece tanto a esto que pasa ahora, a destiempo y sin edad.

Lo que sin duda es tremendamente adolescente es la forma en la que ha cambiado la relación con mi cuerpo. Mirarme al espejo es una experiencia cada día, como durante esos años en los que tanteas por las mañanas, en espera de descubrir qué parte de tu cara habrá crecido desproporcionadamente durante la noche.

Recuerdo ahora una foto, en realidad más infantil que adolescente, que mi madre adoraba y en la que yo no podía reconocerme. Miraba esa nariz y esa barbilla y me preguntaba de quién serían y qué pintaban debajo de mis ojos (afortunadamente, estos sí, reconocibles). Recuerdo algún libro, o revista, o cualquier otro soporte de consejos baratos, donde hablaban de cómo vestirte, de ese punto medio entre la niña que querías no ser y la mujer que desde luego aún no eras. Esos tropiezos con tus propias extremidades, con los objetos de tu casa que dos días antes eran transparentes de tanto haberlos visto, y que ahora estaban sistemáticamente en medio. Los cardenales.

Recuerdo pasar horas mirando mis manos y preguntándome qué aspecto tendrían si las mirase por primera vez.

Recuerdo haber deseado, muchas veces, ser una de esas cabezas flotantes en tarros de vidrio, recuerdo haber querido no tener extremidades inferiores.

Recuerdo sorprenderme al andar por un camino hecho con rutinaria precisión durante años, preguntándome de dónde sacaba la capacidad de caminar sin pensar. Y recuerdo, claro, tropezarme inmediatamente. Recuerdo cómo me desaparecían las rodillas cuando pasaba frente a un grupo de gente de mi edad, me mirasen o no (tampoco miraba para descubrirlo).

Y quince años después, lo recuerdo con nitidez porque me siento casi igual que entonces. Me miro al espejo y descubro en mi cara la de mis tías, y me asusto inmensamente hasta que vuelvo a verlas y compruebo que la distancia es la misma que hubo siempre. Y entonces me vuelvo a asustar, porque mantener la distancia no quiere decir, por supuesto, que estés en el mismo lugar; y los puntos de referencia se mantienen de una forma brutalmente irónica, y de pronto estás donde estaban ellas cuando tú empezaste a tener un recorrido que hacer; y eso da un miedo atroz.

Miro mi armario y me pregunto quién lo ha llenado. Me visto igual de despreocupadamente que siempre, pero antes o después alguien señala mi profunda anacronía y me obliga a retroceder y a reconocer que llevo el jersey con el que quería parecer mayor cuando era mucho más pequeña y que ahora, aunque yo no entienda cómo ha sido, me hace, evidentemente, pequeña.

Todos estos cambios de tamaño (mentales, metafóricos) se suman a otros tantos cambios de tamaño (reales, pequeños, significativos a pesar de todo). Recuerdo a mi compañero de detrás en los años de la ESO, cuando jugaba a adivinar qué aspecto tendría yo con veinte años, y yo me ofendía sin saber que tenía razón, que tenía incluso más razón de la que él pensaba, y que con veintisiete me parecería más a lo que el veía cuando teníamos quince de lo incluso él podía suponer.

Es como si después de tantos años de reírnos de Chabeli Iglesias resultase que tenía razón y tuviésemos que dedicar, no uno, sino varios discos enteros, a aquello de "de niña a mujer".

De pronto, decisiones frívolas y ridículas como maquillarte o no, o comprar unos zapatos, se convierten en un problema porque significan asumir una determinada edad. Mirarte al espejo y mirar a todas aquellas niñas y decir: "Ya estamos aquí. Y ahora qué".

A veces siento que mi yo-pequeño estaría muy orgulloso de mi yo-mayor. De las clases de teatro, de la batería, del pisito, de Vespa, de los baños con espuma, de la agenda repleta, de las salidas culturales, de los ataques zen en las cenas familiares, de mi trabajo de vaqueros y deportivas (aunque, reconozcámoslo, habría estado más orgullosa si en la evaluación hubiera elegido la pastilla azul), de las sonrisas, de los paseos por el Retiro, del submundo virtual. Que suena bien y apetecible y que tendría muchas ganas de tener veintisiete y hacer todo eso.

Otras veces pienso que tendría que reñir a mi yo-pequeño por no haber hecho todo eso, por esperar a cerrar puertas y abrir ventanas y tapar hoyos y coser heridas, por no habérselo currado lo suficiente para que no tuviéramos que andar, las dos, mirando a mi yo-más-mayor-aún y preguntándonos si lo de hacer coletas y responder por qués y preparar purés y besar rodillas raspadas era en broma, o qué.

Y me apetecería mucho poder mirar por un agujerito y preguntarle un par de cosas a mi yo-de-los-cuarenta. Entre otras, si realmente cumplió la promesa de seguir cumpliendo 27 años para que este fuera el momento mágico en el que daría tiempo a hacerlo todo.

30.10.11

Drama queen

Aprender de memoria cosas que no tienen sentido y dárselo. Y cuando se lo has dado, cambiarlo una y otra vez, porque el texto, al final, es plastilina y hay que jugar con él.

Ser capaz de sentir algo de una forma tan fuerte que te agobias, realmente te agobias, como si fuera cierto que te quedan horas para coger un tren y tienes una entrega que hacer. Ver que la persona frente a ti tartamudea, se pone nerviosa, atropellarnos al hablar y llenarlo todo de "ya", como si realmente nos conociéramos hace tres años en lugar de hace tres o cuatro clases.

Jugar, como con la Chica CAT cuando éramos pequeñas, a ser objetos inanimados. Andar como columnas de hormigón, como globos de helio, como cuchillos. Pensar en imágenes, sentir cosas que no están pasando.

Estar pensando en Beckett con tanta fuerza que lo ves en todas partes: parejas extrañas en carritos que se me mueven con energía eléctrica. Beckett, me da mucho miedo que tus personajes se vuelvan reales.

Perder algunos miedos y empezar, poco a poco, a enfrentarme a otros.

Creer que no sé escuchar y darme cuenta de que lo que en el fondo no sé, es pedir. Descubrir cosas de ti misma precisamente cuando no estás siendo tú misma. O sí, porque todo se mezcla y es difícil distinguir lo real de lo simulado.

Claramente, necesitaba volver a hacer teatro. Hace mucho tiempo que no me sentía tan llena. Me preguntaría por qué he esperado 9 años para volver a intentarlo, pero en realidad me encanta pensar que puedo usar todo lo que he sentido en estos 9 años.