Hacía años que no decía tantas veces esta frase como este último mes. Desde el lado malo, de sacar a relucir cosas que ya han pasado, que no se arreglan, y que por tanto hay que dejar atrás, hasta el lado de recordarme a mí misma hace una década y pensar que igual no había que dejarlo atrás todo.
Época de cambios en todos los sentidos.
Y, curiosamente, es como si se unieran los puntos.
Porque dejo al Parador de Montañas Rusas (que siempre lo fue, porque fue una continuación encantadora, gafapasta y NickHornbyera de la Paradora de Montañas Rusas, aunque no me atreviera a llamarle así) justo cuando parece que sus consejos tenían sentido. Porque mi vida ya no son estratos geológicos. Mi vida está llena de fallas, como la de cualquiera, y por ella se cuelan lenguas de lava para bien y para mal.
De la última erupción han salido, a la vez, la Chica de los Cachorros y la Chica Líquida en un visto-y-no-visto y que han complementado el bonito conjunto que formamos Mi Media Infancia, su Chico Imantado, el Chico de Ciencias y yo. Y no paramos de mencionar que somos de pueblo, y reírnos, incluso aunque Mi Media Infancia hable de malos recuerdos.
Nos queremos mucho, nos ponemos ñoños, tomamos café, birras o lo que haga falta en muros de Facebook. Estamos. Nos obligamos a hablar. Nos damos cerveza y calor humano e incluso espacio vital.
Y nos acordamos de tantas, tantas, tantas cosas...
Ellos saben, en parte, qué es lo que había perdido. Y por eso me parece precioso que me reconozcan.
Porque no saben cuánto tiempo he tardado y qué poco hace que yo misma me reconozco.
Es probable que se haya acabado todo.
Y ahora, si hay que llorar, se llora, porque será distinto.