"Veremos".
Se me ha dicho varias veces que tengo un don para convertir en un problema lo que era un deseo antes de llegar y aunque me gustaría mucho negarlo, es cierto.
Alguien se ha acercado con enorme valentía a este perro de presa que estoy hecha y me ha acariciado por detrás de las orejas y ha conseguido que suelte mi presa y, ahora sí, puedo ver que estaba muerta.
Mi parte kamikaze está tan concentrada en gritar banzai que no es muy consciente de que está no solo tirando hasta el último cartucho sino también inmolándose en el intento.
Pero lo de tener el alma partida en dos mitades tiene estas cosas: al otro lado de mi cabeza reposa una presencia tranquilísima preguntándole qué piensa hacer exactamente a continuación y cuál es su plan para que no interfiera en el Sagrado Segundo Desayuno.
Una semana de lo que antes llamábamos "cenar cereales" y que ahora culmina con banquete de techo a las tres: la perimenopausia, el hambre o el siguiente ciclo del bloque de rumia, o todo a la vez.
Le he dicho a mi padre que podía por fin permitirme ser más generosa con mi tiempo y mi energía emocional y le he dicho a la Vecina de las Plantas que no tengo orgullo y a la Chica de las Sonrisas que tener siempre un montón de palabras no es indicativo de saber lo que estás haciendo y todo eso suena sensato y centrado y sin embargo ajeno.
La mano palpa a tientas el interior de un cajón y la única forma que reconoce no es la de una llave, sino la de un cuchillo, y aunque justo antes de empezar a sangrar recuerde que por eso tenía la regla de no hurgar en ese cajón a oscuras ya es tarde: la herida aún no se nota pero ya empieza a infectarse.
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