El Parador de Montañas Rusas me dijo una vez que las embarazadas dejaban de soñar con las caras de sus bebés en el último trimestre de embarazo. Que por clara y definida que hubiera sido su carita imaginaria antes de eso, llegado cierto punto se bloqueaba. Que parecía un mecanismo para proteger al bebé real del rechazo por no ser el bebé imaginario.
Quizá eso es lo que hay de fondo en que ya no pueda imaginarme La Conversación. Llevo un mes entero dándole vueltas en mi cabeza y tengo seiscientos mapas y pensaba que estaba lista para al menos cuatro finales distintos pero ahora no siquiera con todo mi material en la mano consigo orientarme entre el ruido de mi cabeza.
Me digo a mí misma que no es tan importante, que solo es un trámite, y a mi cuerpo le da la risa. Todas las actividades incompatibles con la rumia a las que me entrego me resultan incómodas, aburridas o frustrantes: el canal de mi experiencia óptima solo va en una dirección, muy determinada, sin que pueda estar segura de que es un buen destino. No consigo imaginarlo y han desactivado el Street View y a lo mejor estoy a punto de tirarme por un barranco como aquel inventor del Segway, que creó su propia ocasión de muerte.
No sé a dónde voy, pero voy, voy, voy.
Ojalá las cabezas fuesen tan moldeables como nos creemos quienes paramos montañas rusas para poder tener un marco bajo el que trabajar.
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