3 años y 2 días de su MD, 3 años menos 1 día de la primera vez que el Niño Cascabeles se marchó tanto tiempo, 3 días entre una cosa y otra y 4 entre la primera vez que sentí que se me llevaban las vísceras y me dejaban andando como una cáscara vacía y la primera vez que sentí que quería llenar esa cáscara de sus palabras. Y luego 6, y no cinco, qué le vamos a hacer, no se me dan bien los números, hasta que empezamos a llenarla de besos.
3 años después esa cáscara vacía ni siquiera cuenta a su favor con el efecto sorpresa. Está acostumbrada al vaciado pero también se va resecando de estar cada vez menos conectada con todo lo que late. Si la miras fijamente, se resquebraja. Da mucho miedo pensar que pueda, directamente, convertirse en polvo.
Llorar puede ser una buena medida de hidratación: a falta de hialurónico, buena es el agua salada.
Me meto en la cama con la firme intención de disfrutar del silencio, tan añorado todo el año. Mis vecinas, como siempre, montan estrépito cada quince minutos, no sea que haya un ciclo de sueño que se quede sin arruinar, hasta que me desvelo: las descargas periódicas de cortisol han convertido mi cabeza en territorio hostil.
Respiro profundamente y procuro conectar con la ira salvadora que llegó ayer en forma de audio: que la vida nunca deje de regalarme amigas capaces de enfadarse cuando yo no lo hago. Me regodeo en el agravio, reescribo mis propias palabras y vuelvo a tener, por enésima vez, la misma conversación en mi cabeza, esperando que esta vez no sea la misma.
Pero aunque sabiamente he dejado pasar la hora del café, siempre hay demasiada cafeína en mi torrente sanguíneo, y siempre hay falta de síntesis conectivas, no sé si en mi vida, pero desde luego en nuestra narrativa; y una vez más es como si hubiera alguien a cargo de garantizar la coherencia incluso si eso conlleva aplastarme en el camino. Vuelve la culpa, vuelve la compasión, vuelve la ternura, y por tanto vuelve el llanto.
"He tenido un ataque de lucidez y creo que la conversación nunca va a llegar", dijo ella; inmediatamente después entraba en otra espiral y esperaba respuestas sin que hubiera llegado siquiera la señal. Esperando ese doble check tengo otro golpe de lucidez: la quiebra de la inercia, como decía Chica Astros.
Hago un experimento y procuro volver a todo lo bueno que ha dejado el vacío para una nueva inercia, pero no lo encuentro. Me pesan en el cardias el recuento de plantones y todas las proposiciones que no hice. Las conversaciones que ya no tengo. Me envuelve, otra vez, el puto desamparo, que no me deja en paz.
Necesito salir de mi cabeza.
Intento pensar en deudas pendientes conmigo misma, hago un intento tímido y se convierte en un plan improvisado y de pronto parece que entra aire. Será la tormenta monzónica de cada tarde, cortesía de la crisis climática; pero durante un rato, cada tarde, podemos soñar con que va a refrescar justo antes de darnos cuenta de que ahora los 40º ya no son secos sino húmedos, y seguir sudando.
Seguramente esta noche tampoco pueda dormir, pero ahora mismo ya no estoy en una terraza en un parque, temblando pese al calor; sino en un bar del centro, de madrugada, y alguien se me acerca y me dice "Vigilar y castigar, El orden del discurso, Las palabras y las cosas"; y no recuerdo cómo le llamé, y buscándolo me encuentro con que lo que escribí aquel día empezaba por "Los días malos están ahí. Existen. Se pasan".
Y, por una vez, no estoy en 2022 ni en 2004 sino en 2010, y las cosas no eran fáciles pero sí bonitas y desde luego que daban miedo y daban risa de tan por estrenar que parecían; y aunque solo sepa contar mis duelos por ruptura en clave de tontipop y literatura suicidófila hago un esfuerzo por pensar que Elvira Sastre, aunque añore, siempre se va.
Y a lo mejor es momento de repetir otros eneros.
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